VALLEJÍN, VALLEJÍN.

ESTOS VERSOS DE JOSÉ O VIVIR EN NUESTRO PROPIO CUERPO.
José Córdova, animal desbocado,
México DF, Literal, 2012
Helena Usandizaga
(mis palabras en el aire, se deshacen y di-sueltas en oídos, diluyen
mi boca para tragárme-las suavemente de un solo
bocado)[1]
Estos versos de José Córdova en animal desbocado, como todos los del
libro, consiguen dinamitar las palabras en el sentido literal: hacerlas
estallar en otras palabras, en los lapsus secretos, en las asociaciones de unas
con otras. Las palabras de Córdova contienen otras palabras que con pavor
leemos: sabueso contiene sab-hues-s.o.s, abraza contiens abraz/sa, jodidamente
contiene jod-ida-mente, quiere contiene quhiere, digiero contiene dig/hiero,
saber contiene sab/ver duele contiene dhuele, aparatosamente se despliega en a-pará-si-tos-a-mente
(11)...
Nos equivocaríamos si pensáramos que se trata de un
juego experimental: el estallido de las palabras bombardea nuestras certezas y
nos asoma a un abismo intuido. Por eso es mejor leer las palabras de Córdova
con la mente vacía, dejando la tentación de tomarlas como un jeroglífico que
hay que descifrar conscientemente: el efecto de lectura es entonces tan potente
que nos deja sin aliento. Entonces, como en la poesía de William Blake, “el ojo
ve más de lo que el corazón conoce”: los significados se agolpan en nuestra
percepción sin que podamos a veces descifrarlos conscientemente.
¿Y cuál es el abismo que intuimos? Quizás podría
decirse, con grandes palabras, que se trata de la condición humana, pero
también de la condición animal del hombre: de un saber, o no-saber, que nace en
lo más material de las palabras y en el propio cuerpo, en los ojos la nuca, el
talle; pero también en el intestino, el estómago, el sexo; saber que dice el
gozo y la desdicha, pero también y sobre todo, el hambre, gran metáfora de la
poesía de Córdova: el hambre que es carencia y es presencia tangible y que
lleva a saber que “toda esta pobreza
es muy completa” (47).
¿Metáfora? El hambre de la que parte el texto es hambre
real, hambre del cuerpo: hambre de pan, de patatas, de arroz; de vegetales, de
carne... hambre. Es como si el enunciador, la voz que nos habla, hubiera pasado
días sin pan, y de ese vacío, de ese silencio naciera el poema. Por eso el
silencio habla en esta poesía como un golpe: “-y ahora, ¿a quién voy a golpear?
[...] si con mi silencio lo digo todo” (55). Pero, más allá del silencio, un
hablar casi orgánico se impone, se despliega como una necesidad; al nacer, con
la respiración y el primer chillido, “¡se
comienza de inmediato en una lengua!” (15).
Por eso, una vez afirmada la entidad real del hambre,
podemos hablar del hambre de palabras que es también carencia y presencia: carencia
cuando “hay que comernos nuestra lengua”; pero también presencia cuando se
enuncia “vamos a comernos la palabra” (81), porque ocurre que “el estómago nos habla y de una bocanada
semejante nos devora” (35). En el hambre de pan y en el hambre de palabras
están a la vez la posibilidad de conocer y la amenaza de separación del mundo; están
la máxima alienación y la única humanidad posible; están la maldad de la
escritura y el delito de la carne (57), pero también el “hambre de estar
satisfecho”, “el hambre de... no tener hambre” (37); y, aunque “el hambre es
una sombra que tritura” (84), está, sobre todo, el deseo de volver a la
inocencia.
Inocencia porque “nuestro derecho es la naturaleza” (57),
y lidiaríamos con ella en su elementalidad y su grandeza; pero la trama social
pervierte esas relaciones animales con el mundo e impone el hambre como alienación
social; el hambre de unos como hartazgo de otros (63) y el sujeto del poema
pelea, grita:
Y pelear con mis órganos y por mis órganos para
rellenar todo mi
hemisferio con este zumo
para que el
hombre sea un individuo
para que
los hombres sean señores
y para que
hasta los hombres sean
animales (84)
Entonces, en este grito que no se conforma, solo el
mismo dolor del hambre nos hace humanos: “-es el doler/or de vernos hambre...
[...] sólo con este dolor somos
humanos/ sólo así nos damos cuenta que se existe, que uno es carne,/ que el pan
nos sabe a consonante primitiva y repetida en ecos/ y entonces cuando nos damos
vuelta, es que aprendemos a convivir en las papilas/ a ser fraternos umbilicales/ a tajo abierto: ¡...hrmns!/ y
más que siempre... in/dol(i)entes seres h(er-u)manos” (33).
En pleno siglo XXI, atravesando indemne la frivolidad
postmoderna, la fragmentariedad de Córdova es la de las imágenes atroces del
hambre, de la alienación y del menoscabo humano, o alguna vez de la veneración
de los alimentos o del trazo inocente y animal de un crío; su globalización y
su cosmopolitismo son los del hambre: “hay lugares en el mundo/ donde lo típico
es morirse de hambre” (44), como reza la publicidad de Domund, un fragmento que
compone con otros fragmentos no prestigiosos o raros y heterodoxos su discurso
del collage, donde nada se banaliza sino que, por ejemplo, el graffiti con
faltas de ortografía coexiste con fragmentos líricos y uno a otro se potencian.
Del mismo modo, su modernidad está gobernada por los medios y la tecnología;
somos “oscuros animales en píxeles” (72) y “a-sí hacemos cada día” (67), pero
siempre en contraste con el anhelo de “retornar a mi naturaleza/ lavar mis
cromosomas...” (64).
Esta vuelta a la naturaleza no lo es a un idílico edén
antes del pecado, sino a un conocimiento animal: eso es lo que nos transmiten
los poemas de José Córdova. Un conocimiento a la vez radical y atroz, que busca
en la prehistoria del cuerpo, en su desnudez extrema, una conexión antigua con
el mundo, “un obstinado sueño de nuestro primer estado” (23). Pero lo que resta
de ese primer estado, por momentos, es un aparato digestivo presto a devorar,
devorarse y ser devorado, un cuerpo que come y evacúa dolorosamente, “el hambre
nace junto a nuestro cuerpo/ se alumbra con nuestra voracidad/ y aquí nomás
cagando sangre:/ no se puede señalar la procesión del constelado y deprimido
pan de anuncio reservado” (34). Es el hambre que define al cuerpo que somos, “este cuerpo que a veces
poseo” (65), y que nos recuerda que “este
cuerpo es un vano hacia la muerte” (52).
Conocer desde “la categoría de vivir en nuestro propio
cuerpo” (35) es también buscar la inocencia, pero, aunque sea repetición
decirlo, no aquella anterior al pecado, sino la que tiene la facultad de llegar
a un conocimiento que actúa saltando por encima de patrones ya formulados –o,
mejor, ignorándolos-, conocimiento que, como en el poema de Vallejo en el
epígrafe, sorprende a la verdad en un movimiento animal. A propósito de
Vallejo, es evidente que una lectura del poeta está tras estas páginas, pero el
resultado no es el de la aparición de un epígono y muchísimo menos de un imitador:
uno se pregunta cómo es posible una lectura tan profunda del hambre vallejiana,
de su enfrentamiento huérfano con la palabra, de la figura de la madre que “al
mirarnos/ nos pare” (71), conservando a la vez lo que es una voz potente y
personal como pocas en el panorama de la poesía actual.
Valga el ejemplo del poema 29 para entrar en esta
poesía:
-decir cuando el hambre existe
que un pan es la miga de nada que apenas conozco
decir
que también se mastica la carne del agua
por
eso el azúcar amarga la miel de mis dedos
por
eso... por ello...
la
yel no endulza mi aljibe
en
esta crecida ciudad de palabras
las hojas cuadradas de
papa
plantas creciendo en la
piedra
el agua subiendo a la
cima:
tampoco una vida equivale a un pan equivale a una
vida equivale
a un hombre
con esta mirada
extraviada del hombre
eyaculo un gran columbrado cadáver:
y, ¿qué importa...?
decir que el hambre no existe
decir...
(59)
El potentísimo tono de esta poesía, lo más difícil de
lograr para una voz poética, no es, como pudiera interpretarse equivocadamente a
partir de la lectura que hacemos, un tono lastimero, ni siquiera pesimista;
pues la mirada trágica que lo define va más allá y contempla nuestra miseria y
a la vez nuestros momentos de entereza y clarividencia con una valentía
singular. Cuando el sujeto que habla se sienta “a descansar sobre mis huesos”
(74) o “en las rodillas de mi muerte” (75) no corta con la posibilidad de
“volver a contemplar el firmamento / por las noches, y en silencio, y
continuar...” (87).
Para todo eso “hay que tener altura” (64): un poquito
de esa altura que necesitamos como lectores para que la experiencia de leer estos
poemas sea la de compartir la clarividencia y la entereza de sus palabras, su
dolor, su rebeldía y su furia, para seguir perpetuamente construyendo a nuestro
animal y ser a veces, como el sujeto que habla, “yo, el verdadero alfarero de
mi mente” (83).
Helena Usandizaga
BARCELONA, enero del 2014.
[1] José Córdova, animal desbocado,
México DF, Literal, 2012, p. 26. A partir de ahora, los números entre
paréntesis remiten siempre a las páginas de esta edición.
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