sábado, 7 de enero de 2012

Il miglior fabbro con sus amigos y en Machupicchu

En la foto de Ingrid Spikes vemos a Rodolfo Hinostroza sentado sobre la piedra filosofal de Machupicchu mientras que los poetas al sur de 4 Días Entre Pájaros y Árboles le hacen el coro al silencio de la conversación.
V.H.

jueves, 5 de enero de 2012

AYER. POR MAURICIO ELECTORAT.


Ayer
Mauricio Electorat

Me acuerdo como si fuera ayer, porque en realidad era ayer. Entré a la librería francesa en el centro de Santiago. Por fortuna, había una liquidación y la poca plata que llevaba me alcanzó para comprar "Alcools", de Apollinaire. De Apollinaire yo sólo había leído un poema magnífico, que comienza: "À la fin tu es las de ce monde ancien..." (al final estás cansado de este mundo antiguo). Pero el mundo —al menos el de esa tarde, allí en la calle Estado— no parecía nada antiguo, ni había mucho tiempo para estar cansado —del mundo o de otra cosa—, porque desde la Plaza de Armas venía una muchedumbre de estudiantes, o de jóvenes que al menos parecían estudiantes, gritando todo tipo de consignas. Yo estaba allí, por decirlo de alguna manera, clandestino, quiero decir que nadie debía saber que yo estaba en la calle Estado y no donde debería haber estado, no sé, supongo que en clases de algo. Digo nadie, pero en realidad los que no debían saber por ningún motivo que yo no estaba en el colegio eran mis padres, pues por alguna curiosa razón a los padres suele no gustarles que los hijos hagan la cimarra, pero si además se hubiesen enterado de que estaba a punto de sumarme a una manifestación, no autorizada, obviamente, porque en esa época ninguna lo era, ya la cosa hubiese sido, como se dice vulgarmente, de infarto. Entre paréntesis, nunca he entendido esa propensión de algunas madres a amenazar con una muerte súbita, como la del lactante pero por razones, digamos, morales porque podía sobrevenir cuando uno hacía algo fuera de la ley (de la ley materna, claro, que era más indulgente que la ley paterna pero, en mi caso al menos, más artera porque si la infringías, la señora podía nada menos que dejar de existir). Mi madre al menos era así: tú le decías, no voy a estudiar ingenería civil industrial sino literatura y ella iba, se recostaba en su cama y comenzaba a sangrar muy dignamente por las narices. Ya la habías matado, o casi. Si el domingo por la mañana, a la hora de la misa, le decías que habías llegado a la conclusión de que Dios no existía: tres días de hemorragia nasal, por lo menos. O sea, si al ver que no regresaba del colegio tenía que salir con mi padre a buscarme por comisarías, hospitales, vicaría de la solidaridad, la cosa podía ser definitivamente luctuosa, porque manifestarse era ya algo peligroso en esos años, pero matar a tu madre por querer acabar con la dictadura habría sido, por lo menos, desproporcionado.

Pero estábamos en la muchedumbre que avanzaba por Estado hacia la Alameda. De lejos, entre los jóvenes, destacaba uno muy alto, con el puño también muy alto y un vozarrón estentóreo que gritaba que Chile había sido y sería nuevamente (¿pero cuándo?) un país en libertad. Era mi amigo Cristián Warnken, que se había escapado también del colegio. Venía con Jorge Edwards (hijo) y otros amigos. Yo, ingenuamente, había comprado un libro pensando que si me llevaban preso al menos tendría algo que leer. Caer preso, de hecho, era en esas circunstancias algo bastante factible, poder leer en la cárcel (o donde fueras a dar) era otro cuento. De hecho, ya cargaban los carabineros desde la Alameda, ruidos de sirenas, gritos, el olor de las lacrimógenas… un paisaje bastante actual, lo que me hace pensar que así como se habla (o hablaba) del eterno femenino, se podría hablar del “eterno policial”, o de la “eterna tentación policial”… Yo, de hecho, terminé por comprar un libro cada vez que iba a una manifestación. Era una martingala: si compraba un libro, no caería preso. Así descubrí muchas obras notables: desde esos primeros “Alcoholes” de Apollinaire hasta “Pantaleón y las visitadoras”. Había otro detalle: calzoncillos y calcentines rigurosamente limpios, pues mi madre decía que al salir de casa era imperativo asegurarse que se llevara ropa interior en buen estado (ella quería decir limpia y, ojalá, nueva), porque no se sabía nunca, uno se podía desmayar en la calle y entonces, imagínate, unos calcetines llenos de hoyos, o algo peor…En otras palabras, terminar en la comisaría sí, pero con la dignidad del caso. Y la dignidad estaba, ante todo, en la ropa interior.

“Deseoso es aquel que huye de su madre”, dice Lezama Lima y más deseosos nosotros que huímos durante tantos años y calles de nuestras madres y de la policía.


M.E.