sábado, 10 de septiembre de 2011

LLAMADAS TELEFÓNICAS DE MAURICIO ELECTORAT.

LLAMADAS  TELEFÓNICAS.
MauricioElectorat
 
     Muchas personas piensan que uno de los rasgos que anuncian la vejez es el hecho de transformarse en un contador de anécdotas todo terreno. Pues bien, me estoy poniendo viejo, porque ahora mismo les voy a contar una. Ocurrió una tarde de domingo, en París y ahora, volviendo a recordar, calculo que debía de ser en el invierno de 1994. Yo estaba solo en mi casa, mi mujer y mi hijo habrían emprendido algún viaje de fin de semana del que aún no regresaban. Lo importante es que sonó el teléfono y que respondí el teléfono. Del otro lado de la línea, una voz masculina, en un francés macarrónico, detrás del cual se percibía casi con certeza al hispanohablante, pidió hablar con alguien a quien yo no había escuchado mentar jamás. Se lo dije. El tipo, desconcertado, contestó que era muy raro, que él estaba prácticamente seguro, ese tenía que ser el número de su amigo fulano de tal, es más, ese número de teléfono, o sea el mío, estaba anotado en la mesa de su cocina, lo había escrito allí, de su puño y letra, otro amigo de él, que se había alojado en su departamento hacía sólo algunas semanas y ese amigo no se equivocaba nunca con los números de teléfono, era un maniático de los números de teléfono. Un delirante más, pensé y le pregunté si hablaba castellano. Sí, claro, contestó, como si esa conversación un poco absurda se hubiese estado desarrollando en Madrid o en México, o en cualquier otro lugar donde lo más normal del mundo hubiese sido que la gente se expresara en español, y no en París. Le hice ver, en castellano entonces, que el hecho de que “mi” número estuviera escrito en “su” cocina no significaba que perteneciera necesariamente al amigo que él quería ubicar, la prueba: estaba hablando conmigo y no con su amigo. No, claro, dijo él, tenés razón, qué raro, ché. Descubrí que era argentino y se me ocurrió lo que se me debería haber ocurrido desde un comienzo: le pregunté cómo se llamaba. Dijo: Osvaldo Soriano. Estuve tentado de contestar: ya y yo soy el Conde de Montecristo, encantado. Pero en vez de eso le pregunté una estupidez, a saber si él era Soriano, o sea Osvaldo Soriano, el escritor. Él respondió, nuevamente, sí, claro, con tal naturalidad que no me quedó más remedio que creerle. Entonces dije la segunda tontería de la tarde: pero si yo he leído todas tus novelas... Supongo que no se puede ser demasiado brillante cuando suena el teléfono y del otro lado aparece un tipo cuyas novelas uno ha venido leyendo desde adolescente. Me imagino que lo mismo podrá sentir un estudiante de cine que, de pronto, por error, recibe una llamada de Scorsesse o de Almodóvar. Enfín. Supe de inmediato que el amigo al que se refería era el escritor Antonio Dalmasetto. Antonio efectivamente se había alojado casi un mes en el departamento de Soriano y había venido a casa muy a menudo durante esa estadía. Y, sin duda, había confundido mi número con el del amigo que Soriano buscaba desesperadamente esa tarde. Estuvimos conversando un rato. Si no sonara pedante escribiría: mucho rato. Me contó que se había recluido en París para terminar su última novela, que debía haber entregado hacía ya meses. Que sólo salía una vez al día, a comprar pan. Lo curioso, o lo “más” curioso, es que su casa quedaba a tiro de piedra de la mía, del otro lado del boulevard Barbès, en una de las callejuelas de “La Goutte d´Or”, el barrio más malfamado de París, que yo estaba viendo mientras hablaba con él, desde mi balcón. Más curioso aún: yo había estado en su departamento. Cada vez que Dalmasetto salía de mi casa, tarde en la noche, la sola idea de toparse con un par de africanos poco amistosos lo ponía tartamudo. Lo acompañé, de regreso, siempre. A Soriano le hicieron gracia la coincidencia y el pánico de Antonio. Robaban tan a menudo en su departamento que cuando se marchara, me dijo, dejaría un letrero en la puerta: señores ladrones, está abierto, favor, no fuercen la cerradura. No sé cuántas cosas más nos dijimos. Recuerdo que charlamos como un par de amigos cercanos que no se han visto hace mucho. Al final, él me propuso: puesto que estamos tan cerca, mañana te llamo y nos tomamos un café. Estupendo, dije yo. Nunca llamó. Tres años más tarde me enteré de su muerte. Escribo esto porque de pronto me acordé de ese diálogo, como movido por un presentimiento abrí una de sus novelas y sí: en 2007 se cumplen diez años sin Soriano. Y una última cosa: no sé si mi generación, yo, al menos, me formé con sus novelas. Tuvo una gracia: la academia no lo quiso, vio en sus ficciones una literatura fácil, efectista, es decir, manipuladora. Algo parecido se le reprochó a Dickens. Como él, Soriano reconcilió la gran novela ―pues eso son “Triste, solitario y final”, “Cuarteles de invierno” y, sin duda, la que estaba escribiendo esa tarde de domingo, “La hora sin sombra”― con el público masivo. Y demostró que hacer buena literatura y hacer literatura popular no se excluyen. Por esto y por la profunda humanidad de sus personajes que, desde luego, era la suya, se merece esta frase que él mismo le dedicó a Maradona. Cambio sólo el nombre: Que Dios te lo pague, Soriano.

lunes, 5 de septiembre de 2011

ROBERTO BOLAÑO VISITADO Y ESCRITO POR LEO TARIFEÑO.


Hurgando en la red me encuentro con este artículo de mi antiguo amigo Leonardo tarifeño sobre mi otro antiguo amigo Roberto Bolaño y me hace tanta gracia que no puedo resistirme a reproducirlo en toda su extensiÓn.

LUNES 29 DE AGOSTO DE 2011

Bolaño: la construcción de un mito

por Leonardo Tarifeño La Nación. Argentina. 19.09.2009 

La tarde del 7 de febrero del 2003 hablé con Roberto Bolaño por última vez. Yo vivía en México DF y era coeditor de El Ángel, la revista cultural del diario Reforma, para la que él colaboraba con cierta regularidad. Esa tarde había muerto Augusto Monterroso, y mi jefe me ordenó reunir testimonios de distintos escritores sobre el gran cuentista guatemalteco, exiliado en México desde 1944. Bolaño era amigo de la casa, admiraba cierta literatura exquisita emparentada con la de Monterroso, conocía de primera mano la cultura mexicana y también sabía, como el autor de "El dinosaurio", lo que significaba vivir y escribir muy lejos del país natal. Para mí, llamarlo era una buena idea; para él, no tanto. Me atendió con afecto y franqueza, como siempre, y muy amablemente declinó la invitación. "Además, la próxima necrológica que te toque escribir va a ser la mía", me dijo, con un tono que entonces no supe si era de tristeza o ironía. No lo tomé en serio y le pedí que, si estaba tan seguro, la escribiera él y me ahorrara el trabajo (y el disgusto, debí agregar). Él insistió, entre risas, y ambos prometimos pensar en el artículo de su muerte. Menos de seis meses después, el 14 de julio de ese mismo año, Bolaño moría en España, víctima de una larga enfermedad hepática.

No sé por qué, esa tarde de julio, mi jefe no volvió a pedirme que reuniera opiniones de escritores, en ese caso acerca del creador de Los detectives salvajes. Yo no cumplí mi palabra, no escribí su necrológica (me gusta y me da miedo pensar que lo estoy haciendo ahora). Bolaño sí cumplió la suya, y de sobra, con 2666, su monumental novela inconclusa, toda una necrológica enloquecida y brutal cuya última palabra es "México". En otra de las conversaciones que sostuvimos, siempre por vía telefónica, le reclamé que nunca apareciera por su teóricamente queridísimo Distrito Federal. Hasta donde yo sabía, lo más cerca que había estado de volver al país al que le debía, según sus palabras, su "formación intelectual" había sido en 1999, cuando Chile fue el invitado de honor de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL). Bolaño ya tenía su pasaje y había comprometido su participación en varias mesas literarias, pero a último momento prefirió quedarse en casa y pidió que en su lugar se invitara a Pedro Lemebel. "¿Por qué no vienes, si aquí se te admira, tienes amigos y la ciudad te encanta?", llegué a preguntarle alguna tarde. "Porque no se regresa al lugar del crimen", me respondió, otra vez, con un tono entre irónico y triste. Y otra vez, como si fuera un destino o simple irresponsabilidad, en aquella ocasión yo tampoco lo tomé en serio. Hasta ahora, cuando pienso que "México" fue la última palabra que escribió e intento ver allí una pista que delate al prófugo imposible de atrapar.

Pero, ¿cuál es el "crimen" cometido por Roberto Bolaño? ¿A quién o a quiénes afecta su "delito"? ¿Y qué huellas conviene seguir para absolverlo o condenarlo? En las calles de Barcelona, el esténcil con su retrato compite con los grafitis hiphoperos o las pintadas en favor del nacionalismo catalán. El pasado jueves 10 se presentó en Pekín la traducción al chino mandarín de Los detectives salvajes. En Estados Unidos, 2666 recibió el National Book Critics Award, y Time la eligió como la novela del 2008. Por esos días, la dirección de la cárcel de Huntville, en Texas, le negó el pedido deLos detectives salvajes al preso número 1.385.412, ya que el libro "transgrede el manual de orientación para reos". Un año antes, The New York Times y The Washington Post destacaron a Los detectives salvajes entre las diez mejores novelas de 2007. En octubre pasado, el temido agente literario Andrew Wylie, actual encargado de los derechos de la obra del escritor chileno, dio a conocer la aparición de El Tercer Reich, novela oculta e inédita de Bolaño, de quien su editor español, Jorge Herralde, nunca había tenido noticias. Y hace apenas tres meses se anunció que Gael García Bernal podría interpretar a Arturo Belano (álter ego de Bolaño) en la versión cinematográfica de Los detectives salvajes, dirigida por el mexicano Carlos Sama. El extraño y heterogéneo caudal de noticias a su alrededor y la creciente mitificación de su figura confirman que Bolaño se ha convertido en un fenómeno global de la literatura latinoamericana, un impacto que en términos de aceptación crítica en otras lenguas sólo parece comparable al que en su día conquistó Gabriel García Márquez conCien años de soledad (1967). Si lo de Bolaño fue un crimen, hay motivos para pensarlo como un crimen perfecto.

¿Y sus huellas? Para aquella FIL de 1999, Bolaño rechazó el viaje a Guadalajara pero no la invitación a escribir un artículo en una edición especial del suplemento cultural Hoja por Hoja, en ese momento la principal publicación de la feria, de distribución gratuita. El motivo de su artículo era José Donoso, por cierto uno de los escritores ampliamente homenajeados en aquel encuentro. El texto de Bolaño, "El misterio transparente de José Donoso" (compilado en Entre paréntesis), empieza de la siguiente manera:

Me cuesta escribir sobre Donoso. En casi todo estoy en desacuerdo con él. Cuando agonizaba, leí que pidió que le recitaran "Altazor", de Huidobro, y la imagen de Donoso en una cama de la que ya no iba a salir, escuchando los versos de "Altazor", me pone enfermo. No tengo nada contra Huidobro, me gusta Huidobro, pero ¿cómo alguien que se está muriendo puede querer que le lean ese poema?
Sigue así:

La herencia de Donoso es un cuarto oscuro. En el interior de ese cuarto oscuro pelean las bestias. Decir que él es el mejor novelista chileno del siglo es insultarlo. No creo que Donoso pretendiera tan poca cosa. Decir que está entre los mejores novelistas de lengua española de este siglo es una exageración, se lo mire como se lo mire.
Y concluye:

Sus seguidores, los que hoy portan la antorcha de Donoso, los donositos, pretenden escribir como Graham Greene, como Hemingway, como Conrad, como Vonnegut, como Douglas Coupland, con mayor o menor fortuna, con mayor o menor grado de abyección, y desde esas malas traducciones llevan a cabo la lectura de su maestro, la lectura pública del mayor novelista chileno.
Tal vez valga la pena aclarar que los "donositos" a los que se refería en ese párrafo eran muchos de sus colegas presentes en la FIL. Con semejante artículo-bomba, el autor no necesitó ir a la feria para estar allí y en boca de todos. El tono, el gesto y el sentido de la oportunidad visibles en "El misterio transparente de José Donoso" manifiestan los intereses de un escritor para el que la intervención y la ética literaria eran tan importantes como la obra (y de alguna manera la complementaban). Si Donoso encarnaba el rol del padre de la narrativa chilena, ahí aparecía Bolaño para dar, con tantos argumentos como recelos, la nota discordante. En sus años de joven promesa había hecho lo mismo en México, por entonces contra Octavio Paz, de quien saboteaba sus lecturas públicas junto a su amigo Mario Santiago (Ulises Lima en Los detectives salvajes). "Bolaño tuvo una clara estrategia de solitario que impone su ley, repudia la convención, descree de la gloria y sus poderes. La condición única era su signo", escribió Juan Villoro en el prólogo a Bolaño por sí mismo. En una ya célebre entrevista para la edición mexicana de Playboy, la periodista argentina Mónica Maristain le preguntó por qué le gustaba llevar siempre la contraria, a lo que él respondió, magistral: "Yo nunca llevo la contraria". Y a Eliseo Álvarez le confesó que se hizo trotskista porque no le gustaba "la unanimidad sacerdotal, clerical, de los comunistas. Siempre he sido de izquierda y no me iba a hacer de derechas porque no me gustaban los clérigos comunistas, entonces me hice trotskista. Lo que pasa que luego, cuando estuve entre los trotskistas, tampoco me gustaba la unanimidad clerical de los trotskistas, y terminé siendo anarquista [...]. Ya en España encontré muchos anarquistas y empecé a dejar de ser anarquista. La unanimidad me jode muchísimo".

Sus ídolos eran los "pistoleros, exploradores, gambusinos, gauchos, hombres apartados de la ley común pero que se asignan a sí mismos una moralidad severa, determinada por las arduas condiciones de su oficio", recuerda Villoro. En una entrevista donde se le preguntó de qué forma regresaría a la Tierra después de muerto, Bolaño contestó que lo haría convertido en "colibrí, que es el más pequeño de los pájaros y cuyo peso, en ocasiones, no llega a los dos gramos. La mesa de un escritor suizo. Un reptil del desierto de Sonora". Como los francotiradores, el detective salvaje en persona sólo era tal si actuaba en soledad (a lo mejor por eso disfrutaba tanto la presencia de los amigos, como han asegurado Rodrigo Fresán, Antoni García Porta y Villoro, entre otros compañeros de ruta). Hijo de un boxeador, parecía creer que sus palabras sólo tenían sentido si las pronunciaba desde el ring. Lo curioso es que sus provocaciones y desmesuras, hoy transformadas en la marca registrada de una rebeldía neobeatnik, tienen más de guanteo con un sparring que de pelea por el título mundial. Años después de atacar a Octavio Paz en su propio territorio, comentó en más de una oportunidad que admiraba algunos de sus ensayos y al menos "cuatro poemas" suyos. La crítica a Donoso termina por orientarse a sus probables discípulos. Y de Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, prohombres del boom a los que alguna vez miró con desconfianza, en 1999 afirmó que "son superiores, y no creo que el tiempo vaya a perjudicar sus obras". En cada escaramuza del hombre que trabajó como descargador de barcos (en Francia) y sereno de un camping (en España) no late el dogma concluyente del gurú, sino la búsqueda permanente de quien no ignora que "la literatura no se hace sólo de palabras". La misma búsqueda que realizan Ulises Lima y Arturo Belano en pos de Cesárea Tinajero en Los detectives salvajes, la aventura que recorre la esquiva identidad de Benno von Archimboldi en 2666.

Tal vez el crimen no tan perfecto de Bolaño haya sido sostener que el oficio literario exige algo más que destreza lingüística, sin ser nunca lo suficientemente explícito con lo que trataba de decir. Es posible que no haya manera de ser explícito en esas cuestiones; quizás en la literatura y el arte hay ciertos asuntos importantes que no se pueden explicar. No parece exagerado afirmar que el escritor chileno murió en el intento por ser lo más claro posible en este asunto, y que de veras lo fue gracias a la insólita potencia que vibra en 2666. "Muchas pueden ser las patrias de un escritor, se me ocurre ahora, pero uno solo el pasaporte, y ese pasaporte evidentemente es el de la calidad de la escritura -dijo, en voz alta, en su discurso de agradecimiento por el premio Rómulo Gallegos aLos detectives salvajes-. Que no significa escribir bien, porque eso lo puede hacer cualquiera, sino escribir maravillosamente bien, y ni siquiera eso, pues escribir maravillosamente bien también lo puede hacer cualquiera. ¿Entonces qué es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso". En sus libros, en especial Estrella distanteLa literatura nazi en América, da la impresión de que el mayor peligro de la literatura consiste en la formación de eruditos inmorales, torturadores ilustrados, "dandys del horror", en palabras de Villoro. En Bolaño, la cultura no salva, y, por el contrario, muchas veces es garantía de exquisita sordidez. Como en los cuentos de Llamadas telefónicas, el narrador -de fuerte impronta autobiográfica- advierte que el mundillo de escritores y críticos es de lo más turbio y dudoso que se pueda imaginar, y allí sospecha que la presunta nobleza del arte debe de estar en otro lado. Ante ese panorama, el detective salvaje busca, y en su investigación descubre que tal vez aprenda a saltar al vacío si es fiel a una fuerte ética literaria y personal. El escritor sube al ring, y ahí descubre que enfrente lo esperan los enigmas de su oficio. La ética y la estética son lo mismo. Por eso es que salir a dar batalla es tan importante como escribir un gran libro.

Con razón, el crítico español Ignacio Echevarría ha señalado que la figura dominante en la obra de Bolaño es el poeta. El prosista consagrado se veía a sí mismo como poeta, y los poemarios Tres,Los perros románticos y La universidad desconocida son algo más que la bitácora del narrador clandestino. En su mirada, el poeta es aquel donde ética y estética consuman su particular matrimonio, lo más parecido a un superhéroe de la literatura. En alguna entrevista, el autor dijo que si tuviera que asaltar el banco más seguro del mundo lo haría en compañía de poetas, y el relato "Enrique Martín" comienza con un enunciado que también es una declaración de principios: "Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo". Durante una cena, a Villoro le dijo: "Soy un marine; donde me pongas, resisto". Y en el formulario con el que pidió la beca Guggenheim, a la hora de rellenar el apartado de "trabajos realizados", Bolaño anotó: "Todos los oficios". La extraordinaria candidez que recorre a los jovencísimos Ulises Lima y Arturo Belano en la búsqueda de los secretos de la poesía (y de la vida) parece asomar en ese formulario indiscreto. Con la candidez no se va muy lejos, pero el mundo no se cambia si no se es un poco cándido. ¿Qué seriedad hay en el escritor que pide una beca y se define como trabajador de "todos los oficios"? La insobornable seriedad del cándido. En esa línea, quienes lo conocieron recuerdan que le gustaba considerarse "cazador de cabelleras". La frase aparece en el relato "Sensini" y apunta a los escritores que, como el propio Bolaño, vivían de alzarse con los jugosos e ignotos premios literarios de provincias. Pero el premio máximo del "cazador de cabelleras" es conquistar la del rival más poderoso (Paz, Donoso) y cuidar la propia, tarea para la cual quizá no haya nada mejor que haberse ejercitado en "todos los oficios". Aunque el mundo lo entienda y lo valore por eso, o no lo entienda y lo desprecie por la misma razón.

Hoy resulta difícil saber si el éxito de Bolaño es una huella que lo condena o lo absuelve en su peculiar aventura literaria y vital. Es el escritor en lengua española más reconocido de su generación, y la unanimidad que tanto despreciaba comienza a amenazarlo. A mí me gusta creer que la clave de su presente y futuro está escondida en una escena de La pista de hielo (1993), novelita muy menor si se la compara con Los detectives salvajes o 2666. El fragmento en el que pienso es cuando Nuria, campeona de natación, entra en el mar, y uno de los personajes masculinos, enamoradísimo de ella, la sigue. Nuria avanza y se mete cada vez más adentro entre las olas; el hombre da su mejor esfuerzo para alcanzarla y cuando llega advierte que no tendrá energías para volver. Para él, cada brazada es algo que lo conduce a la felicidad o al abismo, y lo único seguro es que el momento es un mal momento; sin embargo, y aun en contra de las evidencias, las da igual, simplemente porque es algo que no puede dejar de hacer. A lo lejos, desde el mar, la playa es un horizonte alucinado e imposible, pero la mujer se acerca y lo ayuda para que pueda regresar. Del mismo modo, Bolaño y su literatura fueron más allá de donde creían poder ir, y serán algunos de sus nuevos lectores -no el marketing ni el cine- los que ubiquen sus libros, ilusiones y salidas de tono en su justa dimensión. De eso se trata el verdadero crimen perfecto.