LLAMADAS TELEFÓNICAS.
MauricioElectorat
Muchas personas piensan que uno de los rasgos que anuncian la vejez es el hecho de transformarse en un contador de anécdotas todo terreno. Pues bien, me estoy poniendo viejo, porque ahora mismo les voy a contar una. Ocurrió una tarde de domingo, en París y ahora, volviendo a recordar, calculo que debía de ser en el invierno de 1994. Yo estaba solo en mi casa, mi mujer y mi hijo habrían emprendido algún viaje de fin de semana del que aún no regresaban. Lo importante es que sonó el teléfono y que respondí el teléfono. Del otro lado de la línea, una voz masculina, en un francés macarrónico, detrás del cual se percibía casi con certeza al hispanohablante, pidió hablar con alguien a quien yo no había escuchado mentar jamás. Se lo dije. El tipo, desconcertado, contestó que era muy raro, que él estaba prácticamente seguro, ese tenía que ser el número de su amigo fulano de tal, es más, ese número de teléfono, o sea el mío, estaba anotado en la mesa de su cocina, lo había escrito allí, de su puño y letra, otro amigo de él, que se había alojado en su departamento hacía sólo algunas semanas y ese amigo no se equivocaba nunca con los números de teléfono, era un maniático de los números de teléfono. Un delirante más, pensé y le pregunté si hablaba castellano. Sí, claro, contestó, como si esa conversación un poco absurda se hubiese estado desarrollando en Madrid o en México, o en cualquier otro lugar donde lo más normal del mundo hubiese sido que la gente se expresara en español, y no en París. Le hice ver, en castellano entonces, que el hecho de que “mi” número estuviera escrito en “su” cocina no significaba que perteneciera necesariamente al amigo que él quería ubicar, la prueba: estaba hablando conmigo y no con su amigo. No, claro, dijo él, tenés razón, qué raro, ché. Descubrí que era argentino y se me ocurrió lo que se me debería haber ocurrido desde un comienzo: le pregunté cómo se llamaba. Dijo: Osvaldo Soriano. Estuve tentado de contestar: ya y yo soy el Conde de Montecristo, encantado. Pero en vez de eso le pregunté una estupidez, a saber si él era Soriano, o sea Osvaldo Soriano, el escritor. Él respondió, nuevamente, sí, claro, con tal naturalidad que no me quedó más remedio que creerle. Entonces dije la segunda tontería de la tarde: pero si yo he leído todas tus novelas... Supongo que no se puede ser demasiado brillante cuando suena el teléfono y del otro lado aparece un tipo cuyas novelas uno ha venido leyendo desde adolescente. Me imagino que lo mismo podrá sentir un estudiante de cine que, de pronto, por error, recibe una llamada de Scorsesse o de Almodóvar. Enfín. Supe de inmediato que el amigo al que se refería era el escritor Antonio Dalmasetto. Antonio efectivamente se había alojado casi un mes en el departamento de Soriano y había venido a casa muy a menudo durante esa estadía. Y, sin duda, había confundido mi número con el del amigo que Soriano buscaba desesperadamente esa tarde. Estuvimos conversando un rato. Si no sonara pedante escribiría: mucho rato. Me contó que se había recluido en París para terminar su última novela, que debía haber entregado hacía ya meses. Que sólo salía una vez al día, a comprar pan. Lo curioso, o lo “más” curioso, es que su casa quedaba a tiro de piedra de la mía, del otro lado del boulevard Barbès, en una de las callejuelas de “La Goutte d´Or”, el barrio más malfamado de París, que yo estaba viendo mientras hablaba con él, desde mi balcón. Más curioso aún: yo había estado en su departamento. Cada vez que Dalmasetto salía de mi casa, tarde en la noche, la sola idea de toparse con un par de africanos poco amistosos lo ponía tartamudo. Lo acompañé, de regreso, siempre. A Soriano le hicieron gracia la coincidencia y el pánico de Antonio. Robaban tan a menudo en su departamento que cuando se marchara, me dijo, dejaría un letrero en la puerta: señores ladrones, está abierto, favor, no fuercen la cerradura. No sé cuántas cosas más nos dijimos. Recuerdo que charlamos como un par de amigos cercanos que no se han visto hace mucho. Al final, él me propuso: puesto que estamos tan cerca, mañana te llamo y nos tomamos un café. Estupendo, dije yo. Nunca llamó. Tres años más tarde me enteré de su muerte. Escribo esto porque de pronto me acordé de ese diálogo, como movido por un presentimiento abrí una de sus novelas y sí: en 2007 se cumplen diez años sin Soriano. Y una última cosa: no sé si mi generación, yo, al menos, me formé con sus novelas. Tuvo una gracia: la academia no lo quiso, vio en sus ficciones una literatura fácil, efectista, es decir, manipuladora. Algo parecido se le reprochó a Dickens. Como él, Soriano reconcilió la gran novela ―pues eso son “Triste, solitario y final”, “Cuarteles de invierno” y, sin duda, la que estaba escribiendo esa tarde de domingo, “La hora sin sombra”― con el público masivo. Y demostró que hacer buena literatura y hacer literatura popular no se excluyen. Por esto y por la profunda humanidad de sus personajes que, desde luego, era la suya, se merece esta frase que él mismo le dedicó a Maradona. Cambio sólo el nombre: Que Dios te lo pague, Soriano.
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