martes, 21 de enero de 2014

PINTURA DE LA QUE SE HABLÓ TANTO.




Esta  parece una procesión extraña de cerdos como osos y santos bajo una luz casi cusqueña. Es una mezcla de corpus christi y carnavales. Un tropel en el que las cruces y los tridentes parecen perseguir a las olas.
Sugieren los que pintaron  este cuadro la misma prisa atemporal con que  camina o avanza la procesión y la extrema lentitud con que fuera hecho. Por que la forma en que fue hecho tiene su cosa: Fue Ruiz Duran en su taller de Rufino Torrico que conversando con Humareda decidieron comenzar la pintura  digamos que un martes y luego se fueron a almorzar allí cerca donde se juntaba toda la gente de Bellas Artes. Luego Humareda se perdió como solía hacerlo entre la plaza Manco Ccapac y el Hotel Lima, entre dulces de higo y camotillos en lugares secretísimos que sólo a los iniciados nos hacía conocer. Lo cierto es que un buen día Humareda volvió al taller de Ruiz Duran a terminar el cuadro que no había querido olvidar  y a dos manos terminaron la coloración. El cuadro lleva las firmas de Humareda y de Ruiz Duran en la espalda y en grande. Parecen tatuajes las firmas. Ahora, con los años, el airecillo serrano de este cuadro como cierta comida peruana deriva del hecho de haber sido pintado por dos serranos en Lima, el uno puneño y el otro huancavelicano. V.H.



domingo, 19 de enero de 2014

HELENA USANDIZAGA ESCRIBE SOBRE LA POESÍA DE JOSÉ CÓRDOVA.


VALLEJÍN, VALLEJÍN.


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ESTOS VERSOS DE JOSÉ O VIVIR EN NUESTRO PROPIO CUERPO.

José Córdova, animal desbocado, México DF, Literal, 2012
Helena Usandizaga

(mis palabras en el aire, se deshacen y di-sueltas en oídos, diluyen
mi boca para tragárme-las suavemente de un solo bocado)[1]  

Estos versos de José Córdova en animal desbocado, como todos los del libro, consiguen dinamitar las palabras en el sentido literal: hacerlas estallar en otras palabras, en los lapsus secretos, en las asociaciones de unas con otras. Las palabras de Córdova contienen otras palabras que con pavor leemos: sabueso contiene sab-hues-s.o.s, abraza contiens abraz/sa, jodidamente contiene jod-ida-mente, quiere contiene quhiere, digiero contiene dig/hiero, saber contiene sab/ver duele contiene dhuele, aparatosamente se despliega en a-pará-si-tos-a-mente (11)...
Nos equivocaríamos si pensáramos que se trata de un juego experimental: el estallido de las palabras bombardea nuestras certezas y nos asoma a un abismo intuido. Por eso es mejor leer las palabras de Córdova con la mente vacía, dejando la tentación de tomarlas como un jeroglífico que hay que descifrar conscientemente: el efecto de lectura es entonces tan potente que nos deja sin aliento. Entonces, como en la poesía de William Blake, “el ojo ve más de lo que el corazón conoce”: los significados se agolpan en nuestra percepción sin que podamos a veces descifrarlos conscientemente.
¿Y cuál es el abismo que intuimos? Quizás podría decirse, con grandes palabras, que se trata de la condición humana, pero también de la condición animal del hombre: de un saber, o no-saber, que nace en lo más material de las palabras y en el propio cuerpo, en los ojos la nuca, el talle; pero también en el intestino, el estómago, el sexo; saber que dice el gozo y la desdicha, pero también y sobre todo, el hambre, gran metáfora de la poesía de Córdova: el hambre que es carencia y es presencia tangible y que lleva a saber que “toda esta pobreza es muy completa” (47).
¿Metáfora? El hambre de la que parte el texto es hambre real, hambre del cuerpo: hambre de pan, de patatas, de arroz; de vegetales, de carne... hambre. Es como si el enunciador, la voz que nos habla, hubiera pasado días sin pan, y de ese vacío, de ese silencio naciera el poema. Por eso el silencio habla en esta poesía como un golpe: “-y ahora, ¿a quién voy a golpear? [...] si con mi silencio lo digo todo” (55). Pero, más allá del silencio, un hablar casi orgánico se impone, se despliega como una necesidad; al nacer, con la respiración y el primer chillido, “¡se comienza de inmediato en una lengua!” (15).
Por eso, una vez afirmada la entidad real del hambre, podemos hablar del hambre de palabras que es también carencia y presencia: carencia cuando “hay que comernos nuestra lengua”; pero también presencia cuando se enuncia “vamos a comernos la palabra” (81), porque ocurre que “el estómago nos habla y de una bocanada semejante nos devora” (35). En el hambre de pan y en el hambre de palabras están a la vez la posibilidad de conocer y la amenaza de separación del mundo; están la máxima alienación y la única humanidad posible; están la maldad de la escritura y el delito de la carne (57), pero también el “hambre de estar satisfecho”, “el hambre de... no tener hambre” (37); y, aunque “el hambre es una sombra que tritura” (84), está, sobre todo, el deseo de volver a la inocencia.   
Inocencia porque “nuestro derecho es la naturaleza” (57), y lidiaríamos con ella en su elementalidad y su grandeza; pero la trama social pervierte esas relaciones animales con el mundo e impone el hambre como alienación social; el hambre de unos como hartazgo de otros (63) y el sujeto del poema pelea, grita:

Y pelear con mis órganos y por mis órganos para rellenar todo mi
hemisferio con este zumo

para que el hombre sea un individuo
para que los hombres sean señores
y para que hasta los hombres sean
animales (84)

Entonces, en este grito que no se conforma, solo el mismo dolor del hambre nos hace humanos: “-es el doler/or de vernos hambre... [...] sólo con este dolor somos humanos/ sólo así nos damos cuenta que se existe, que uno es carne,/ que el pan nos sabe a consonante primitiva y repetida en ecos/ y entonces cuando nos damos vuelta, es que aprendemos a convivir en las papilas/ a ser fraternos    umbilicales/ a tajo abierto: ¡...hrmns!/ y más que siempre... in/dol(i)entes seres h(er-u)manos” (33).
En pleno siglo XXI, atravesando indemne la frivolidad postmoderna, la fragmentariedad de Córdova es la de las imágenes atroces del hambre, de la alienación y del menoscabo humano, o alguna vez de la veneración de los alimentos o del trazo inocente y animal de un crío; su globalización y su cosmopolitismo son los del hambre: “hay lugares en el mundo/ donde lo típico es morirse de hambre” (44), como reza la publicidad de Domund, un fragmento que compone con otros fragmentos no prestigiosos o raros y heterodoxos su discurso del collage, donde nada se banaliza sino que, por ejemplo, el graffiti con faltas de ortografía coexiste con fragmentos líricos y uno a otro se potencian. Del mismo modo, su modernidad está gobernada por los medios y la tecnología; somos “oscuros animales en píxeles” (72) y “a-sí hacemos cada día” (67), pero siempre en contraste con el anhelo de “retornar a mi naturaleza/ lavar mis cromosomas...” (64).
Esta vuelta a la naturaleza no lo es a un idílico edén antes del pecado, sino a un conocimiento animal: eso es lo que nos transmiten los poemas de José Córdova. Un conocimiento a la vez radical y atroz, que busca en la prehistoria del cuerpo, en su desnudez extrema, una conexión antigua con el mundo, “un obstinado sueño de nuestro primer estado” (23). Pero lo que resta de ese primer estado, por momentos, es un aparato digestivo presto a devorar, devorarse y ser devorado, un cuerpo que come y evacúa dolorosamente, “el hambre nace junto a nuestro cuerpo/ se alumbra con nuestra voracidad/ y aquí nomás cagando sangre:/ no se puede señalar la procesión del constelado y deprimido pan de anuncio reservado” (34). Es el hambre que define al  cuerpo que somos, “este cuerpo que a veces poseo” (65), y que nos recuerda que  “este cuerpo es un vano hacia la muerte” (52).
Conocer desde “la categoría de vivir en nuestro propio cuerpo” (35) es también buscar la inocencia, pero, aunque sea repetición decirlo, no aquella anterior al pecado, sino la que tiene la facultad de llegar a un conocimiento que actúa saltando por encima de patrones ya formulados –o, mejor, ignorándolos-, conocimiento que, como en el poema de Vallejo en el epígrafe, sorprende a la verdad en un movimiento animal. A propósito de Vallejo, es evidente que una lectura del poeta está tras estas páginas, pero el resultado no es el de la aparición de un epígono y muchísimo menos de un imitador: uno se pregunta cómo es posible una lectura tan profunda del hambre vallejiana, de su enfrentamiento huérfano con la palabra, de la figura de la madre que “al mirarnos/ nos pare” (71), conservando a la vez lo que es una voz potente y personal como pocas en el panorama de la poesía actual.
Valga el ejemplo del poema 29 para entrar en esta poesía:

-decir cuando el hambre existe
que un pan es la miga de nada que apenas conozco
                       decir que también se mastica la carne del agua
            por eso el azúcar amarga la miel de mis dedos
            por eso... por ello...
            la yel no endulza mi aljibe
            en esta crecida ciudad de palabras

las hojas cuadradas de
papa
plantas creciendo en la
piedra
el agua subiendo a la
cima:

tampoco una vida equivale a un pan equivale a una vida equivale
a un hombre
con esta mirada extraviada del hombre
eyaculo un gran columbrado cadáver:
y, ¿qué importa...?
decir que el hambre no existe
decir...
(59)

El potentísimo tono de esta poesía, lo más difícil de lograr para una voz poética, no es, como pudiera interpretarse equivocadamente a partir de la lectura que hacemos, un tono lastimero, ni siquiera pesimista; pues la mirada trágica que lo define va más allá y contempla nuestra miseria y a la vez nuestros momentos de entereza y clarividencia con una valentía singular. Cuando el sujeto que habla se sienta “a descansar sobre mis huesos” (74) o “en las rodillas de mi muerte” (75) no corta con la posibilidad de “volver a contemplar el firmamento / por las noches, y en silencio, y continuar...” (87).
Para todo eso “hay que tener altura” (64): un poquito de esa altura que necesitamos como lectores para que la experiencia de leer estos poemas sea la de compartir la clarividencia y la entereza de sus palabras, su dolor, su rebeldía y su furia, para seguir perpetuamente construyendo a nuestro animal y ser a veces, como el sujeto que habla, “yo, el verdadero alfarero de mi mente” (83).
Helena Usandizaga
 BARCELONA, enero del 2014.



[1] José Córdova, animal desbocado, México DF, Literal, 2012, p. 26. A partir de ahora, los números entre paréntesis remiten siempre a las páginas de esta edición.