lunes, 18 de agosto de 2014

BUENA MEMORIA DE LA REVISTA TRAFALGAR SQUARE. Y FOTO DE LEO TARIFEÑO, AUTÉNTICA.




TRAFALGAR SQUARE Y SU TIEMPO

Melancolía, saca tu dulce pico ya;
no cebes tus ayunos en mis trigos de luz. César Vallejo,

Los heraldos negros

Trafalgar Square, revista de poesía y ficción, apareció en Barcelona en la primavera de 1983. El editor era Vladimir Herrera, y aglutinaba a un grupo de amigos -Cristina Fernández Cubas, Carlos Trías, Paula Massot, Enrique Vila- Matas, José Luis Vigil...- que se encontraban preferentemente de noche y a menudo en el mágico entrepiso del bar Astoria, al que se subía por una escalera desde el vestíbulo del cine Astoria, como si fuera una vivienda oculta o un lugar clandestino: la escalera, creo que enmoquetada, llevaba a un salón cuyos ventanales se abrían a la calle, como en un barco navegando sobre la ciudad nocturna. Estuvieron también cerca, en estos primeros momentos, Tomás March y Gabriel Giménez Emán, y después se unieron amigos de todas procedencias.
La revista fue como una plaza para conversar, como un mar que unía tierras firmes e islas, un lugar de confluencia que así definía su editor: “Es un lugar de encuentros. Citas de una cifra latina o quechua. Tenso límite de una forma en un acantilado. Revista de poesía, sí, y de ficción, donde la dulce Eulalia, por fin de olores y asonancias, es la adormidera junto a un lago lejano como la luna de un país
simbolista, imaginista, lleno de verdadera fe y de prestigiosas fugas” (Vladimir Herrera, Trafalgar Square, I). A pesar de la abundancia de risa de ese momento, se creía en serio en la poesía y la literatura de cualquier lugar. Era una globalización avant la lettre, sin capitalismo salvaje, sin uniformización; era una ciudad ficticia, a la vez modernista y vanguardista; era un mar de orillas comunicantes: “es el texto de otro mediterráneo inmóvil y vagabundo, extraterritorial y fijo, a cuyas orillas, por ejemplo, Barcelona y Lima conversan”, dijo también Vladimir Herrera en Trafalgar Square, I. Todavía Barcelona no era el Titanic(aunque ya no recuerdo cuándo Félix de Azúa fechó el supuesto hundimiento de la ciudad), y en Trafalgar conversaban Barcelona y Caracas, Barcelona, y México D.F, Barcelona y Madrid, Barcelona y Nueva York, Barcelona y París, Barcelona y Londres, Barcelona y Santiago de Chile... Y esa conversación incesante llegaba a las laderas, a los campos, a la sierra, a la costa, a la selva. Escribieron en la revista sus promotores, por supuesto, y también autores como Osvaldo Lamborghini, Luis Maristany, Toni Marí, Laura Freixas, Héctor Libertella, Tamara Kamenszain, Jesús Ferrero, Óscar Collazos, Óscar Málaga, Julia Castillo, Miguel de Francisco, Antonio Claros, Alberto Blanco; se publicaron textos de Ignacio Prat, Carlos Germán Belli, Carlos Martínez Rivas; Armando Rojas... y otros muchos que valdría la pena de nombrar uno por uno, pues, si bien no todos se hicieron visibles luego en circuitos muy difundidos, siempre en los textos
de Trafalgarestuvo el talento y el fulgor, siempre los escritores dieron sus textos a la revista con generosidad y amor al arte, como colaborando a un tono que, releído hoy, causa sorpresa por su frescura y su brillo, por ese raro don del talento que amistosamente quería ser visto, leído, gozado; pero que poco pensaba en venderse o promocionarse.
La revista se presentaba en cada número como una nueva sorpresa: las dos primeras se imprimieron en la editorial Laertes, que colaboró con su buen hacer; después, los números salían de las manos de Vladimir Herrera, convertido en tipógrafo y editor, y de Montse Badell, que a cada número rizaba el rizo de la exquisitez en la encuadernación. La forma podía ser desde hojas sueltas hasta una miniatura plegada, pequeña joya en su estuche, pasando por el conjunto de regalos tipográficos, con ilustraciones y formatos de página diferentes que fue el número 6. Colaboraron con sus diseños e ilustraciones artistas como Luis V. Flores, Hiroshi Kitamura, Javier Pagola, José Tang... Las correcciones de pruebas, en los bares aledaños a las antiguas imprentas del Poble Sec, ocupaban mañanas enteras; alguna errata se escapó después de una noche demasiado cercana.
La presentación del primer número, en el Astoria, fue un estallido: una noche larga en la que recuerdo a Luis Maristany con el brazo en cabestrillo (se había roto la clavícula), siempre entrando y saliendo por unas puertas secretas que sólo él sabía abrir; a Vila-Matas y Paula bellos

y brillantes, a Cristina Fernández Cubas con sus fascinantes comentarios que definían la situación como dardos en la diana, a Carlos Trías épicamente disertando e inventando leyendas, a José Luis Vigil con sus apariciones silenciosas y cómicas, y cargadas de sentido; a Vladimir Herrera infundiendo vida a todo lo presente... Luego todos nos subimos sin querer al tren del tiempo, y algunos descendieron en su estación: Luis Maristany desapareció por una de sus puertas mágicas; nos dejó; también Osvaldo Lamborghini se despidió con su remota elegancia; nos dejaron hace poco Antonio Claros, y, muy recientemente, el eterno y bello adolescente que seguía siendo José Tang. Y llegamos a donde estamos ahora: Trafalgar ya forma parte de lo hecho y de lo recorrido; trazó un arco perfecto y luminoso, y nos dejó la posibilidad de empezar otra vez, con menos juventud y menos alcohol, pero siempre dispuestos a conversar y a dejar fluir la sagrada poesía. Todavía en el 92, en el último Trafalgar Square de esta época (casi diez años después del primero), Enrique Vila- Matas escribió sobre la tertulia del Astoria rechazando la nostalgia; tal vez ahora, casi 25 años después del comienzo, nos asaltaría, un paso más allá, la melancolía que hace vagos y hermosos los recuerdos, pero preferimos dejar que comience el nuevo arco de Trafalgar, ahora desde el centro mítico de los Andes peruanos, a orillas del río Vilcanota.
Helena Usandizaga.