La escuela de las vanguardias, claro, no es ajena a este trabajo con el lenguaje, que lo presenta en su materialidad y lo exacerba; que lo interroga y lo critica, porque huye de sus usos convencionales hasta llegar a veces al límite: transgredirlo puede hacerlo hablar por nosotros (“Todo poema se cumple a expensas del poeta”, dice Octavio Paz, 217). La relación con el lenguaje es a la vez sagrada y crítica; raramente ingenua. Pues el lenguaje en esta poesía, a pesar de ese componente crítico, es iluminador, puede serlo: no es un lente transparente para ver las cosas a través de él; es más bien una luz llena de energía, que las organiza, las revela y hasta las crea (Steiner). Por eso se transgrede también por la ironía, porque el lenguaje convencional, aquel contaminado por los vicios de la retórica y de la razón oficial, diseca el decir: en las últimas consecuencias de esta ironía se sitúa el trabajo de Nicanor Parra y su “antipoesía”. De ahí el doble sesgo: la actitud sagrada y a la vez irrespetuosa con el lenguaje, a veces en el mismo poeta. No se trata, pues, de la búsqueda de una ilusoria palabra exacta, sino de la creación de un trayecto que nos hace leer el poema como experiencia de lenguaje y de conocimiento (“decir ahí es decir todo de nuevo”, Eduardo Milán, 875), y en el que los destellos y las revelaciones obedecen a este ejercicio. La desconfianza, la ironía hacia el lenguaje y la dialéctica vida/ poesía llevan a veces al límite del silencio: trayectos poéticos como los de E. A. Westphalen o J. E. Eielson, con largos intervalos de silencio, son significativos. “¿Para qué esculpir/ la palabra,/carentes?/ ¿Se espera oír/ diciendo?”, pregunta Rafael Cadenas (621); “No hagas ya el tonto-/ antes de hacer más palabras vacías/ haz el vacío”, aconseja Américo Ferrari (572); “Hablar cansa: es indecible lo que es/ Como se sabe: la realidad no es verbal”, asegura Enrique Lihn (588); “Con vos quería hablar, hijo de la grandísima”, impreca Óscar Hahn (712) al lenguaje; “Hasta el lenguaje llegan los indicios del miedo”, dice Ida Vitale (435); “Toco palabra pobre”, asegura Fina García Marruz (410); “Haber nacido es no poder entrar en ti”, le dice Cintio Vitier a la poesía (390). La experimentación no es este contexto mero ejercicio, y se da tanto en la generación que relanza las vanguardias y el surrealismo, la de los nacidos en torno a 1910-1920, como en generaciones posteriores.
En estas circunstancias, se dice la fractura, no la perfección; a través de esta fractura resuenan las palabras del poema: “El hambre de este mundo/ que aúlla por los huecos del sentido/ con el revés oscuro de la voz” (Eliseo Diego, 333); “hablarte o deshablarte, dolor mío// manera de tenerte/destenerte/” (Juan Gelman, 625); Juarroz construye con “palabras caídas” (476); David Huerta con palabras fracturadas: “Luz curva del verano, líneas fracturadas. Lenguaje fracturado” (841); el poema, para Blanca Varela, es una batalla sin otro enemigo que yo: “yo/ y el gran aire de las palabras” (526). Pero a veces se da una fe en el sagrado nombre de la poesía: “Al mundo lo nombramos en un ejercicio de diamante,/ uva a uva de su racimo, lo besamos/ soplando el número del origen” (Gonzalo Rojas, 295); “Sopla de pronto el espíritu/ justo donde menos se esperaba” (Alberto Blanco, 853); “Es la palabra que altera el orden/ del furtivo universo” (Coral Bracho, 845). El silencio no es así una esencia intocable, sino una sabiduría, un contraste saludable y a veces una provocación.
Una conclusión de lo hasta ahora dicho sería que es difícil, en esta poesía, oponer experiencia y conocimiento: ambos están estrechamente ligados y ninguna de estas instancias preexiste al poema. Mencionaba antes la creación de un significado diferente en el poema; tampoco se trata aquí de algo “esencial” o “abisal”, pues es el trabajo con el lenguaje lo que permite desconvencionalizar el conocimiento. El conocimiento es entonces otro lugar, no la repetición del “sentido común”, si bien podemos reconocer agudamente y con certeza a la experiencia que enuncian los poemas como existente. Algunos de los mejores poemas, es cierto, se plantean esta búsqueda como ligada a lo arcano y oracular: “Una oscura pradera me convida”, dice Lezama Lima (103), Westphalen pregunta afirmativamente: “La otra margen acaso no he de alcanzar” (177) y Pablo Antonio Cuadra asegura: “...Soy poeta,/ sólo deseo conocer la noche” (184). Pero aun cuando no es así, hay siempre algo misterioso y nuevo en la realidad poemática: “La arquitectura/ de la realidad viciada/ abierta a una bocanada/ de aire, misteriosa y pura”, dice Orlando González Esteva (874); “qué haríamos pregunto/ sin esta enorme oscuridad”, inquiere Blanca Varela (535), pero sus revelaciones lo son a veces en lo más inmediato y material: “y de pronto la vida/ en mi plato de pobre/ un magro trozo de celeste cerdo/ aquí en mi plato” (528); del mismo modo, Eielson hace su peculiar trayecto místico en la “Noche oscura del cuerpo”, no en la del alma; “Si el ave/ sin saber/ canta/ el río/ sin saber ríe/ el viento/ sin saber/ filtra/ su suave sonido/ entre las/ ramas/ ¿sobre qué versa el saber?”, dice Hugo Gola (549) en [¿Sin conocer]; Gonzalo Rojas le hace saber a la “Oscuridad hermosa” “que todo cuanto existe/ para mí, sin tu llama, no existiera”(293). Es esta una tradición que, en su vertiente moderna, también ha sido anunciada por Vallejo y Neruda (35-36) y su voz que suena “con un ruido de llamas húmedas quemando el cielo,/ sonando como sueños o ramas o lluvia” (76); su búsqueda en la materia: “...¡qué noche tan grande, qué tierra tan sola!” (74). Pero fue Vallejo el que dijo que lo que importa en el poema son “los grandes movimientos animales, los grandes números del alma, las oscuras nebulosas de la vida”, y lo cumplió en toda su obra: la lectura de esa obra, esa lección, está en poetas cuya voz es bien diferente a la de la Vallejo, empezando por la propia Varela (Valcárcel: 10).
Lejos de ser algo abstracto, en muchos de estos poemas el conocimiento se pulsa en el cuerpo, en la materialidad que son el ritmo y el tono del poema. Es de notar el valor del cuerpo en esta poesía, no sólo erótico sino de conocimiento; este cuerpo no idealizado (“Mi cuerpo no es mucho”, dice José Watanabe, 830); propio y ajeno: “nunca supe distinguir/ quién fue cuerpo/ de quién -alma de quién”, dice Ernesto Mejía Sánchez, 415; “Yo no tengo un cuerpo:/ yo soy un cuerpo”, dice Rododolfo Hinostroza (757); “voy por tu cuerpo como por el mundo”, dice Octavio Paz (221); Gonzalo Rojas y su mística erótica; Blanca Varela y el cuerpo como único obstáculo y única puerta (531): “más allá del dolor y del placer/ la negra estirpe/ el rojo prestigio/ la mortal victoria de la carne” (533); Lizalde y la energía persistente que sobrevive al cuerpo: “Y el cuerpo eterno, el fiero eterno cuerpo/ muere antes que el sexo” (593).
Y el conocimiento versa también sobre el entramado social, sobre las opresiones, las convenciones y las injusticias. Desde este punto de vista, las disyuntivas entre poesía social y poesía de conocimiento tampoco funcionan demasiado: “La verdad es la única realidad”, dice Francisco Urondo (632) en un poema sobre la prisión. Tomemos un poeta como Parra, cuya relación con el lenguaje es ferozmente irónica y crítica, al igual que su relación con la realidad. Pero su poesía, narrativa por cierto, también es la exacerbación del sujeto “común”, que mediante la pulsación de la razón más evidente y el lenguaje más normal, llega a destruirlos creando un extraño efecto de superposición de niveles; como cuando habla el energúmeno con su feroz nostalgia del paraíso; o cuando aclara: “Me refiero a una sombra/ A ese trozo de ser que tú arrastras/ Como a una bestia a quien hay que dar de comer y beber” (195). La poesía de Cardenal, considerada a veces como mera poesía de consigna, mezcla las voces, los tiempos y los niveles en “Mayapán” (465), en un peculiar coro heterogéneo. Entonces, cuando se habla en el prólogo de “reacción antimoderna”, de “nuevo ensayo de realismo, con tendencia al poema narrado y a una tematización de lo poético” (34), no se está hablando de estos poemas, sino que parece rechazarse lo convencional de ciertos poemas que a lo mejor habría que nombrar para evitar confusiones. Del mismo modo, los poemas que antes mencionábamos, aquellos ligados a una búsqueda “mística”, no tienen por qué leerse al margen del discurso ideológico: Rowe lee la poesía de Westphalen, antes comentada, como un modo de eludir la rigidez del discurso político y el yo socializado; la idea sería fisurar el sentido del tiempo de los dogmatismos políticos dominantes en el Perú de los años 30 para rechazar la continuidad sacrificial que todos comparten como fundamento del discurso (137). El resultado, dice Rowe, "no es sin embargo una fuga de lo social sino la intervención en ella" (133). Creo que el debate sobre el grado de modernidad de la poesía no debería plantearse como la oposición de dos tendencias: lo más realista y narrativo no es más ni menos moderno, y del mismo modo tampoco habría que definir a los poemas que apelan a una experiencia interior y aun sagrada como esencialistas y ahistóricos; así parece leer Jiménez Heffernan (2001, 38) la defensa que hace Sánchez Robayna de ciertas características poéticas. Lo moderno no es repetir el discurso filosófico o sociológico en la poesía sino también incidir en las ausencias y los silencios de este discurso, y en este sentido no cabe oponer lo “narrativo” a lo “indecible”.
A pesar de las discusiones que suscita, no conviene, entiendo, tomar esta antología como un canon, con todas las prescripciones de lo “poéticamente correcto” que puede arrastrar esta palabra, sino como un lugar de bisagras que se abren hacia otros poetas y hacia otros poemas. Pues las voces de los poetas y de la poesía que amamos se hacen con muchos textos y los que vamos leyendo se entretejen con los que llevamos dentro; así, a lo largo de esta espléndida selección, en pocos momentos recordaremos lo que falta o lo que sobra: leeremos un poema tras otro para encontrar la voz de lo indecible, de aquello que de ningún otro modo puede decirse.
HELENA USANDIZAGA.
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