Por Rafael Gumucio.
Günter Grass acaba de provocar un escándalo mundial publicando en varios de los diarios del mundo un poema sobre el potencial peligro de las armas nucleares israelíes. El poema no me parece demasiado inspirado ni demasiado justo aunque la reacción destemplada no sólo de las autoridades israelíes sino de gran parte de la opinología mundial parece darle finalmente sentido. Las opiniones ahí vertidas no son nuevas ni originales, ni siquiera en la culposa y culpable Alemania. Lo es sí que se expresen en un poema que justamente habla de la dificultad, del miedo, del riesgo de decir "lo que hay que decir" (como se llama el poema) ciertas cosas cuando se es alemán, escritor y veterano de la SS.
Lo que indignó a tanta gente en el poema de Grass no es quizás tanto lo que dice sino la forma en que lo dice, la poesía misma, que escogió para dudar en público, un ejercicio particularmente riesgoso, particularmente prohibido hoy en día, donde se deben expresar en el diario certezas cambiantes y verdades seguras con cifras y datos para más remate. ¿Será ésta la razón por la que la mayor parte de los diarios del mundo han ido borrando de sus páginas editoriales a los poetas y los narradores, la afición que éstos tienen de preguntarse "que hay que decir" que no se puede decir para decirlo ellos?
No pocos sienten alergia ante la figura del escritor comprometido, el que se siente con la obligación de opinar sobre la marcha del mundo en general. La poesía está para ellos fuera del mundo, libre de él. Olvidan que no opinar es también una opinión. La literatura literaria de los años noventa era tan didáctica como la literatura revolucionaria de los sesenta. Uno decía que el mercado estaba mal hecho porque no se parecía al pueblo, la otra que el individuo estaba mal porque no se parecía al mercado. Ni Borges ni Nabokov ni mucho menos Kafka o Proust se liberaron de las preocupaciones de su tiempo. Su literatura fue en cada caso y de manera distinta manifiesto, panfleto y defensa ante distintos tribunales reales o imaginarios.
¿Tiene un escritor que hablar por su país, su región, su gente, su clase, su tribu? Cuando la realidad se desmadra, ¿tiene la literatura que desmadrarse también? Es lo que se han empezado a preguntar, en interesantes polémicas, no pocos jóvenes escritores y críticos mexicanos. Cansados de las ansias internacionales del Crack y otros McOndo, mareados de metaliteratura, ¿no es nuestro deber escribir sobre los sicarios de la droga, los sindicalistas corruptos, las mujeres asesinadas en los descampados del odio? ¿No es un crimen seguir internándose en la vida sin sentido de solteros sin ataduras que se drogan escuchando música de moda sin saber si irse con una beca a Pittsburg u Osaka?
La duda, por razonable que sea, es quizás un coqueto atajo al mismo error: la visión de la literatura como otro continente que hay que preservar o ensuciar, como si no estuviera desde siempre sucio y aparte, aquí mismo y en otro lugar. Tijuana puede quedar tan lejos de Tijuana como Viena. Puede resultar tanto más simple y menos comprometedor investigar un cartel de la droga o hablar de tus problemas digestivos que preguntarse cómo Sealtiel Alatriste, un supuesto plagiario con poco talento incluso en este ultimo arte, llegó a ocupar casi todos los sitiales de poder y prestigio del panteón literario mexicano. La picaresca de los agentes literarios, la mendicidad del periodismo cultural, pero también la soledad o no de los que tratan de decir o no, el esplendor y la miseria de los cortesanos, en México pero también en Argentina, Chile, Perú y para no hablar de la madre patria, una verdadera pionera y maestra en esto de los premios previamente pactados, de los escritores que no escriben, de los críticos que no critican.
La literatura misma donde se gana tan poco, donde se juega sin embargo tanto, puede explicar por qué la corrupción es entre nosotros -los que hablamos en español- no sólo una peste sino también un placer, porque la impureza es nuestra fuerza y nuestra condena. Contar eso requiere un tipo de valor, un tipo de astucia, del que somos apenas capaces. Es cierto, el escritor no debe tener más compromiso que con su arte. ¿Pero qué es su arte más que una serie infinita de compromisos entre lo que ve y lo que sabe, entre lo que quiero decir y lo que puedo decir, entre lo que creo y que mis personajes creen? El escritor no puede a la hora de los tiros o de los tomates levantar su pasaporte de artista y pasar inmune por ninguna refriega. Los que conozco suelen, al revés, quedarse parados en medio del barullo más de lo que es sano, razonable, decente, incluso quedarse. Ese quizás es uno de los compromisos ineludibles del escritor: quedarse cuando los otros se van.
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