Yrigoyen; Kavafis, Horacio, Marilungo,Lidell.
Debo esta reciente curiosidad por Kavafis al encuentro nada fortuito de
unos versos de Horacio
[Cambian de cielo, no de carácter, quienes cruzan el mar]
Los versos supieron ejercer influencia en algunos de sus poemas. Soy
indiscreto al mencionar que en estos días también la ejercieron en mí, pero no
en lo que respecta a estas líneas. Les adjudico apenas –y no es poco- el ánimo
disperso que ellas sugieren. Lo demás puede bien ser fruto de la casualidad, el
cansancio de una tarde y la tibieza de una reconocida cerveza holandesa. Fruto
también de caer en el anecdotario suculento que proporcionan las vidas de
escritores.
Leí sobre la influencia de Horacio en Kavafis en la intensa biografía sobre
el poeta que lleva adelante Robert Lidell.
En su Ars Poética -sabemos por Lidell- Kavafis
apunta, esta tarde me pasó por la cabeza escribir
sobre mi amor. Y sin embargo no hay que hacerlo, tal es la fuerza que tiene los
prejuicios. Yo me he librado de ellos, pero pienso en quienes son sus esclavos
y bajo cuyos ojos podrían caer en ese papel. Y me detengo. ¡Qué pusilánime!
Anotaré, con todo, una letra -T- como símbolo de este momento.
Kavafis, he leido, fue presa de algunas obsesiones. El goce erótico, las
relaciones acomoditicias, el epicuerismo. Ramón
Yrigoyen le adjudica una abyecta pero precisa condición: la torpeza.
Este poeta, de joven e incluso
en su primera madurez, es, sobre todo, torpe –y ya no digamos en prosa, género
en el que la torpeza no lo abandonó nunca-.
La torpeza, según Yrigoyen, revela en Kavafis a un ejecutor más que un
poeta, ya que su labor es montar y desmontar el poema a fuerza de fracasos y
sumisiones, hasta hacerlo funcionar. La implacable sentencia de Yrigoyen no es
menos verdadera que reiterada. Dylan Thomas afirmó en algún momento que la
tarea del poeta supone un 1% de talento y un 99% de perseverancia y Edgar Poe hizo el distingo en su ensayo El
principio poético,
El hecho es que la
perseverancia es una cosa y el genio otra totalmente distinta. (Poe, 11)
Hablamos entonces de dos tipos claramente diferentes: los perseverantes, o
torpes, y los poetas de genio.
Recientemente, Emiliano Marilungo apuntó en este mismo soporte
["Cuando se juntan, en la lluvia,
algunas lágrimas de un Dios"] algunas consignas sobre los
efectos de la genialidad. Poe coincide con Marilungo, “no es ninguna mera
apreciación por la Belleza que hay ante nosotros, sino un desaforado esfuerzo
por alcanzar la Belleza que hay por encima (…) Por medio de la Poesía nos
encontramos deshechos en lágrimas, lloramos no por exceso de placer, sino por
una cierta tristeza petulante e impaciente ante nuestra incapacidad a captar
ahora, totalmente, aquí en la tierra, de una vez y para siempre esas divinas y
embelesadas alegrías, de las cuales a través del poema o a través de la música
no alcanzamos sino breves e indeterminadas vislumbres. La lucha por aprehender
el Encanto Celestial –esta lucha librada por almas adecuadamente constituidas-
ha dado al mundo todo lo que a él (al mundo) se ha permitido al mismo tiempo
entender y sentir como poético.” (Poe, 19-20)
Pero Poe, no obstante, va un poco más allá. La ejecución de lo
poético, según Poe, tacha la perseverancia para validar la severidad
“sí, con un esfuerzo sostenido, cualquier caballerito
ha ejecutado una epopeya, elogiémoslo francamente por el esfuerzo –si éste es
en verdad una cosa elogiable- pero abstengámonos de alabar la epopeya a causa
del esfuerzo” (Poe, 11)
y aunque el distingo se nos antoje algo difuso, no es por eso poco
interesante. Poe continúa,
“para imponer una verdad necesitamos severidad, más que
florituras de lenguaje. Tenemos que ser sencillos, precisos, lacónicos. Tenemos
que ser fríos, tranquilos, desapasionados. En una palabra, tenemos que estar en
ese modo que, tan cercanamente como sea posible, es el exacto reverso de la
poesía.” (Poe, 17-18)
No concibo fructífero apartar tensamente una idea de otra. Corroboro tan
solo que Poe no habla de la ebriedad ni del éxtasis propio de la genialidad en
la ejecución como Marilungo, sino en la captación de lo poético.
El genio en sí mismo, todos nosotros lo sospechamos, presenta una cualidad
insoslayable: su inasibilidad. No permite envestiduras ni persigue su propia
entidad: es o no es. Lo único recuperable de él, para cualquier ser sensible,
ocurre en la captación: el genio se reconoce de inmediato, como de inmediato
nos reconocemos en lo que, ajeno a nuestro espíritu, nos
invoca de una manera ineludible.
Captar la belleza importa un desafío personal: ese ir por
encima de lo que está ante nosotros, que señala Poe. Captar el
genio exige un esfuerzo mayor: cerrar los ojos, disparar y creer fielmente que
hemos dado en el blanco, sin necesidad de corroborar si esto es o no verdad, pensar
que sí lo hemos hecho.
Me pregunto entonces si no hay un internexo entre el poeta de genio y el
poeta de talento, si no es éste al cual se refiere entre líneas Poe. La salvedad para llevar
adelante esta idea es que Kavafis, si bien es un poeta torpe,
un empecinado, pudo dejar un buen número de poemas maravillosos que, a veces
apasionados, a veces inusitadamente cerebrales, corroboran una obra válida.
Torpes, entonces, aquellos que continúan afirmándose una y otra vez sobre lo
que se mueve debajo de sus pies. Con
esa medida de las cosas de la que nacen poemas fervientes, orgullosos hasta el
descrédito. Poemas que no pueden morir ya que tuvieron que atravesar alguna
muerte para nacer. Torpes, y pensemos si en la torpeza, en ese andar a ciegas
que es la torpeza, no hay visos de una extraña genialidad.
No quisiera abunda en dicotomías, calculo tan solo un buen número de
cualidades que distinguen a unos poetas de otros. En esas cualidades se forjan
también los hombres y de ellas son fruto sus eternas digresiones.
Kavafis, insisto, no se presenta
como un poeta de talento ni como uno de genio; se instala como lo que
reconozco un poetamenor. Al menos ésa es la
notoriedad que yo encuentro bajo este reduccionismo: un poeta capaz de una obra
válida tan solo porque lo que resulta poco fehaciente de ella
es su invalidez.
Anota Kavafis: “Mañana o pasado
mañana, o al cabo de los años, serán escritos los versos vigorosos que aquí
tuvieron su principio“.
De alguna manera, el oficio de poeta, la decisión misma de ser poeta,
supone un riesgo de este talante: creerse devenir poeta sin siquiera haber escrito una
sola línea. Afirmo con Yrigoyen, aunque con menos locuacidad, que cierta poesía
precisa de esta aparente ingenuidad, de esta insoslayable torpeza, del vigor de
un deseo que pide cumplirse para no cumplirse jamás. De plantar un símbolo en
este mundo y escribir a partir de él.
Estas conjeturas y el símbolo anteriormente citado -T- ejercieron en estos
días en los que leí la obra de Kavafis alguna extensión.
Vuelvo someramente a Edgar Poe. “Esta gran obra- argumenta Poe sobre elParaíso Perdido de Milton-, de hecho,
ha de ser considerada como poética solamente cuando, perdiendo de vista ese
requisito vital en todas las obras de arte, la Unidad, lo vemos meramente como
una serie de poemas menores. Si para preservar la Unidad – su totalidad de
efecto o impresión- lo leemos (como sería necesario) de un tirón, el resultado
no es sino una constante alternancia de entusiasmo y depresión. Tras un pasaje
de lo que sentimos que es verdadera poesía sigue inevitablemente un pasaje
tópico que ningún prejuicio crítico puedo obligarnos a admirar; pero si después
de terminar la obra, la volvemos a leer, omitiendo el primer libro –es decir,
comenzando por el segundo- nos sorprenderá encontrar admirable lo que antes
condenamos y condenable lo que anteriormente habíamos admirado tanto.” (Poe, 10)
Es tolerable en cierta poesía, como señalaba antes, considerar que una obra
no es sino el multiplicarse de un deseo primigenio, imposible de descifrar, y
que la poesía entonces involucra tan solo la tenacidad de responder a él con
las armas que nos son dispuestas. Un deseo, apresado en un símbolo -T-: un
símbolo capaz de reproducirse en todas direcciones hasta trasvestir ese deseo,
aplazarlo y revivirlo una y otra vez,
hasta que se nos aparezca indistinguible de todas sus réplicas. Por esta razón
la poesía puede ser una simple T, y T, todas las palabras de un poema aún no
escrito, y todos los poemas escritos, las innumerables maneras de haber querido
decir T.
Escribe Kavafis en su Ars
Poética, “también hay que
tener cuidado de no olvidar que un estado anímico es verdadero y falso, posible
e imposible a la vez, o más bien alternativamente. Y el poeta – que, incluso
cuando trabaja de un modo más filosófico, no deja de ser un artista- ofrece una
cara, lo que no significa que niegue la otra, o incluso –aunque quizá eso sea
exactamente la cosa- desea hacer creer que la cara que él ofrece es la
verdadera, o la que se revela más veces verdadera. (…) Muy a
menudo la obra del poeta no tiene sino un sentido vago (…) Platón decía
que los poetas profieren grandes mensajes cuya realización ellos no han
comprobado.”
Kavafis, detrás de un símbolo,
adjunta un vasto volúmen de poemas. Todos ellos, quiero creer, responden a tres
poemas de su obra más temprana.
Los dos primeros, Ventanas y Muros, responden a la idea
de opresión.
“pero las ventanas no se encuentran, o yo no sé
Encontrarlas. Y mejor tal vez que no las halle.
Quizás será la luz otra tortura.
Quién sabe qué novedades van a mostrarme.
(de “Ventanas”)
“Desde el mundo exterior – y yo sin percibirlo- me han encerrado.”
(de “Muros”)
En el tercero, La Ciudad, se intuye
la sumisión a esa opresión, pueden presuponerse las ilusiones creadas
luego de las ilusiones perdidas. En estos tres poemas me esfuerzo en creer que
está todo Kavafis, el primer eslabón de
una cadena y la cadena además, el ahínco de la mala suerte y las sombras que la
acechan, pero no resisten a lo largo de toda su obra si no aparentemente, con
la sabiduría de ser jeroglíficos hacia lo futuro, con el énfasis moderado de lo
que se encuentra entre líneas. Está todo Kavafis como en una gota de agua
salada está la inmensidad del mar, como en un solo instante de un ser están
todas sus encarnaciones. Está todo lo que es “T” y todo lo que será de “T”.
La Ciudad, a su vez, justifica a un
hombre, pero también a la posible intención de la obra y su desarrollo, importa
una suerte de ubicuidad del símbolo irresoluble. El hombre que ha de errar
eternamente en búsqueda de lo mismo cuando lo mismo guarda la creencia de ser
otra cosa, cuando lo mismo es nuevo en tanto lo hayamos olvidado.
“Nuevos lugares no hallarás, no hallarás otros mares.
La ciudad te seguirá. Te perderás por las mismas
Calles. Y envejecerás en los mismos barrios;
Y te saldrán canas en las mismas casas.
Siempre llegarás a la misma ciudad.”
(de “La Ciudad”)
Poe determina la Unidad en un obra
concebida con un fin de Unidad; El Paraíso Perdido de Milton no es sino la suma
de sus partes; el Infierno de Dante no hace sino reclamar
su acaecer en el Paraíso. La épica del medioevo
requería una organización temporal y espacial, reclamaba un hombre que era uno
y que su unicidad adscribiera a una creencia de orden superior que la hiciera
permisible.
La obra de la modernidad –y pocos poetas, en los términos de Baudelaire,
podrían encajar tan bien en la definición de modernidad- no puede sino explicar
su sentido en lo disperso, en las pistas que van dejándose encontrar, en lo que
se desapercibe como un hito para devenir una forma de caminar, luego de
haber llegado a la meta. Un camino que, a gatas, vaya formulando en la fe
esquiva e inestable de quien lo anda con cierto recelo y temeridad.
Kavafis es la obra que reclama su fin
en el principio, que sucede en un futuro por el rastro indicativo del pasado,
que guarda en nervios primigenios la información de su longevidad.
Kavafis, entiendo, supo muy bien
que no hay manera de creer en lo propio sino en la lenta y trabajosa afirmación
del ser en la tierra, sin miramientos, a puro orgullo, con la sangre gélida de
quien se alza contra el mundo y el temor secreto de quien se sabe solo, y en
consecuencia, único habitante de él, porque lo particular ha de provenir de una
decisión por siempre honesta, de una fugaz y obtusa fe de sentirse vivo. Porque
la fe de los escépticos es fruto, no de la ceguera, sino de la torpeza de
arremeter, presumiendo la caída.
Un símbolo no es sino unas de las formas del vaticinio. Del reencuentro
nada fortuito con lo inusitado.
Kavafis quiso que supiéramos algunas de estas cosas.
M.A. de La periódica revisión dominical.
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