La partida lamentable de Umberto Eco me hace recordar los wiskis y los gin tonics que compartimos en Las Atarazanas de Barcelona una de esas tardes alargadas de verano en que se incendian hasta los barcos. El año es el que no recuerdo pero seguro que nos presentó Marina Sbisà en un grupo en el que también estaba Paolo Fabbri el abate ágrafo del Nombre de la Rosa. De quien Eco se burlaba en clave italiana. En aquella época yo perseguía esas sensibilidades porque todo me llevaba a la trama de la Europa triestina, desde que viera en la adolescencia una película sin nombre con Alain Delon y Ann Margret que sucede en Trieste, lugar, si los hay, de evocaciones más que literarias. Téngase en cuenta a Italo Svevo para comenzar, pero también en la habitación de al lado al mismo Joyce, James. Y todo con el fondo del Danubio imaginado por Claudio Magris.
Pero Eco y las Atarazanas eran otro capítulo. Me hablaba de su sospecha de que las naves de Colón habían sido construidas allí, bajo nuestros pies. Yo atisbaba en el famosísimo escritor un alma señera de comodoro al mismo tiempo que de inmigrante haciendo las américas. Al poco rato ya éramos amigotes. El con seis gin tonics y yo con sólo dos wiskisitos.
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