Adieu l’ami, a Rodolfo Hinostroza.
No quiero hacer una nota sentida acerca del final de Rodolfo Hinostroza. Tampoco quiero hacer un poema, un de profundis liberador de pena cualquiera. Nada de eso. Pero es muy difícil quedarte callado con tan inmensa pérdida. En poesía, tan grande como la del mismo Vallejo. Llenar el vacío que deja Rodolfo equivale a llenar el que deja un mamut en una cueva ártica. Porque Hinostroza es la verdadera voz tronante de la poesía hispanoamericana. No hay, no habrá en lo próximo cotidiano ninguna igual. Y corre el tiempo. Las nuevas generaciones envejecen. Pronto los atisbos y estudios sobre su obra irán llenando mesas y estanterías.
Destino de poeta, hijo de poetas. Su padre y su madre lo fueron. No dejó en ningún momento de serlo. Su apuesta por el porvenir, sus ganas de vivir cien años- me lo dijo mientras yo conducía- su voz de cazalla con la que cantaba maravillosamente mientras uno pensaba que él era el augusto soberano de la melancolía, el vals que cantábamos en París y repetíamos a la primera de cambio.
La rebeldía cotidiana de Hinostroza y su alto sentido de la amistad corrían por el mismo camino. Me resultaba difícil con él emplazar temas políticos. Con método sutil terminábamos hablando de poesía como dos provincianos que éramos. Un día me dijo que me tenía aprecio por ser el único de sus amigos que no le tenía envidia. Me dejó pensando que en Lima las amistades tenían sus riesgos. Su rebeldía ante las ideologías era palpable, pero nunca vi en él la mínima impronta reaccionaria. No podía ser reaccionario porque era un artista cabal. Todo esto es muy difícil explicarlo al auditorio izquierdista contemporáneo necesitado de héroes.
De su obra hay muchísimo que decir. Lo harán otros mejor equipados que yo. Sólo me detendré en el Premio Maldoror de poesía por Contranatura. El jurado estuvo formado por Carlos Barral, Gil de Biedma y Octavio Paz. Aquella vez Paz le dijo a Rodolfo que ese libro cambiaría su vida. Y así fue. Le abrió las puertas de Barcelona, Paris y México. Fue una época rutilante. Hinostroza se movía a sus anchas y para eso era bueno. Tenía sentido de la gloria literaria y sabía cómo gastarla cosa que no ocurría con los otros. Ribeyro era discreto y desconocido y Brice recién aprendía a venderse.
Una noche en Montparnase, más precisamente en la Coupole, con el poeta venezolano Pepe Barroeta decidimos visitar a la hija del dueño del Nacional de Caracas. Mariana descendió la escalera de película con un perro grande que fue a la mano de Hinostroza. El poeta preguntó si mordía. Y la hija de Otero Silva dijo muerde. Sin embargo el poeta sonrió con la bella sonrisa que tenía. Y con la mano sangrante. La noche fue larga por culpa de una botella de cinco litros que, como Paris, no se acababa nunca. París era una fiesta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario