PEPE RIBAS ESCRIBE SOBRE GONZALO HERRALDE.
Antes de que la especulación arrasara el bar Velódromo, el viejo Bikini, el restaurante Salmonete, el viejo Zeleste, el bar Astoria, la discoteca Bocaccio y todos los foros de encuentro fortuito, aquellos en los que se mezclaban generaciones, clases sociales y profesionales de diferentes ámbitos de la ciudad condal, ¿quién no había encontrado a este inquieto urbanita hurgando lo que se cocía con esa mirada que taladra cuanto ve y que esconde tras las gafas? “Ya no lo practico. La gente se ha hecho mayor y tampoco existen espacios comunes. En Madrid sí siguen existiendo; el Cock por ejemplo. Bocaccio fue un lugar espléndido. Empecé a ir a los diecinueve años. Iba con el escritor Enrique Vila-Matas y con Quico Viader, que había hecho películas con Jacinto Esteva de la Escuela de Cine de Barcelona. En aquello foros asistí a intensos debates entre cineastas y arquitectos, literatos y fotógrafos. También iba a Las Ramblas. Era la Barcelona cosmopolita del Jazz Colón. Más tarde llegaron los encuentros fortuitos en el bar Astoría, donde un grupo de gente que corresponde más a nuestra generación creó intensos vínculos que aún perduran: Cristina Fernández Cubas, Carlos Trías, Enrique, Vladimir, Nuria Amat…”.
También yo viví aquellas épocas en las que casi todo era posible y se subsistía con poco dinero. En 1973, una cena costaba entre sesenta y ciento cincuenta pesetas, alquilar un apartamento cuatro mil, y las copas en Bocaccio las ibas apuntando y no se sabía lo que ocurría con la cuenta.
Gonzalo Herralde fue el benjamín de una familia burguesa clásica compuesta por cinco hermanos con importantes diferencias de edad y veraneos en Argentona. Cuando él hacía la primera comunión, su hermano Jorge, el editor, estaba acabando la carrera de Ingeniero. A los 12 años, a Gonzalo le expulsaron de clase de Filosofía en la Salle Bonanova por hablar de Darwin y de la evolución de las especies. A los veinte, se fue a vivir con Beatriz de Moura a un pisito de la avenida del Hospital Militar que por las mañanas se trasformaba en Tusquets Editores. “Beatriz se había separado del arquitecto Oscar Tusquets que se lió con Ana Bohigas. La falta de dinero nos enseñó a convivir los cuatro en la misma casa en tiempos de revolución cultural en los que yo estaba obsesionado por el estructuralismo”.
En 1970, la semiótica de Julia Kristeva y el estructuralismo de Althusser hicieron furor. “Me lo tomé muy en serio, aunque su influencia fue nefasta para los jóvenes que buscábamos una nueva narratividad. Me interesaba más el nuevo cine alemán; Fassbinder, Herzog, y el americano de Bogdanovich. Pero yo, erre que erre, hice mi primer cortometraje en 1971, Cartel, en blanco y negro, basado en De la ideología y aparatos ideológicos de Estado, de Althusser. En cuanto lo vi no me gustó”. Gonzalo estudiaba medicina, quería ser psicoanalista y la biología, la anatomía y la fisiología le enamoraban, pero como la universidad era un desastre dejó la carrera antes de empezar “la clínica”. Fascinado por los estudios iconográficos de Panofsky sobre los Renacimientos se apuntó en Historia del Arte y también en la escuela de Arte Dramático de Adrià Gual. “Me costó romper con el estructuralismo. Un verano, me fui a Urbino a un seminario sobre semiótica audiovisual y vi que lo de las dobles articulaciones, la base del estructuralismo, vegetaban en el reino de la confusión. Cuando volví, rodé el cortó Un cochero impertINente, un divertimento en clave de terror que representó mi ruptura con el estructuralismo”.
El cine dentro del cine fue su nueva obsesión. El 1975, montó una productora y consiguió cinco millones con los que hizo su primer largo, La muerte del escorpión, con Eusebio Poncela, Miguel Narros, Teresa Gimpera y Antonio Casas. “Las películas de jóvenes realizadores se rodaban en cuatro semanas y con un presupuesto muy ajustado, la distribución era un lío y competías con el cine de destape. Franco acababa de desaparecer”.
Truman Capote lo inventó en A sangre fría, pero fue Tom Wolfe y el fenómeno del nuevo periodismo los que despertaron un nuevo entusiasmo al joven realizador. “El cine documental utilizando los recursos propios de la ficción podía resultar un experimento innovador. Con estos presupuestos y lo que salvé de mi etapa anterior rodé Raza, el espíritu de Franco y El asesino de Pedralbes, que tuvieron una repercusión más que favorable. Me invitaron a Estados Unidos para presentarlas, tuve buenas críticas, coincidí con un productor norteamericano y realicé una de las primeras coproducciones que se hicieron en inglés. Jet Lag, con a actriz Janine Mestres que es bilingüe”.
Gonzalo vivió tres años en Nueva York, años en que el cine español se fue casi al garete porque el gobierno de UCD anuló las normativas proteccionistas. Fueron los crudos años del desencanto. En Nueva York trató a Scorsese, a Spilberg, a Casavettes. “Los nuevos directores del cine independiente norteamericano lo hacían a pelo, arriesgándolo todo, con bajos presupuestos y buscando circuitos alternativos de distribución. Fue una experiencia interesante. Cuando volví conecté con Pepón Corominas y pude meterme en una compleja producción de época: Últimas tardes con Teresa. El resultado fue muy bueno. ¡Qué placer ver el cine Avenida de Madrid abarrotado!”.
El joven director recorre la geografía catalana y española. Descubre la literatura de Narcís Ollé, la sensibilidad exquisita de Laura a la ciutat dels sants, de Miquel Llor, La punyalada, de Vayreda, los cuentos de la Pardo Bazán, las novelas de Clarín y de Pereda. Y rodó una superproducción en dos partes, La fiebre del oro, basada en la novela de Ollé, que estrenó en Valls y en el Liceo.
A partir de ahí, es el documental cultural de calidad lo que centra su actividad. Con motivo del centenario del año Pla, televisión recuperó una grabación de un programa de entrevistas A Fondo, que Soler Serrano había realizado entre 1976 y 1981. “Pasaron la entrevista y creó conmoción. Me fui a los archivos de televisión y decidí comercializar en vídeo aquellas entrevistas magníficas, que son memoria, por circuito de librerías. Un éxito. Las primeras que edité fueron Pla, Borges, Cortazar, Rosa Chacel, Juan Rulfo. He editado veintisiete”. Ahora acaba de editar las que hizo Bernard Pivot en Apostrophes: Navokov, Yourcenar… A la televisión basura, sin programas culturales de calidad, le ha salido una competencia a la carta. A cualquier hora, usted o yo podemos sentarnos frente a Octavio Paz o Julio Llamazares sin publicidad, gracias a la inquietud del benjamín de los Herralde.
También yo viví aquellas épocas en las que casi todo era posible y se subsistía con poco dinero. En 1973, una cena costaba entre sesenta y ciento cincuenta pesetas, alquilar un apartamento cuatro mil, y las copas en Bocaccio las ibas apuntando y no se sabía lo que ocurría con la cuenta.
Gonzalo Herralde fue el benjamín de una familia burguesa clásica compuesta por cinco hermanos con importantes diferencias de edad y veraneos en Argentona. Cuando él hacía la primera comunión, su hermano Jorge, el editor, estaba acabando la carrera de Ingeniero. A los 12 años, a Gonzalo le expulsaron de clase de Filosofía en la Salle Bonanova por hablar de Darwin y de la evolución de las especies. A los veinte, se fue a vivir con Beatriz de Moura a un pisito de la avenida del Hospital Militar que por las mañanas se trasformaba en Tusquets Editores. “Beatriz se había separado del arquitecto Oscar Tusquets que se lió con Ana Bohigas. La falta de dinero nos enseñó a convivir los cuatro en la misma casa en tiempos de revolución cultural en los que yo estaba obsesionado por el estructuralismo”.
En 1970, la semiótica de Julia Kristeva y el estructuralismo de Althusser hicieron furor. “Me lo tomé muy en serio, aunque su influencia fue nefasta para los jóvenes que buscábamos una nueva narratividad. Me interesaba más el nuevo cine alemán; Fassbinder, Herzog, y el americano de Bogdanovich. Pero yo, erre que erre, hice mi primer cortometraje en 1971, Cartel, en blanco y negro, basado en De la ideología y aparatos ideológicos de Estado, de Althusser. En cuanto lo vi no me gustó”. Gonzalo estudiaba medicina, quería ser psicoanalista y la biología, la anatomía y la fisiología le enamoraban, pero como la universidad era un desastre dejó la carrera antes de empezar “la clínica”. Fascinado por los estudios iconográficos de Panofsky sobre los Renacimientos se apuntó en Historia del Arte y también en la escuela de Arte Dramático de Adrià Gual. “Me costó romper con el estructuralismo. Un verano, me fui a Urbino a un seminario sobre semiótica audiovisual y vi que lo de las dobles articulaciones, la base del estructuralismo, vegetaban en el reino de la confusión. Cuando volví, rodé el cortó Un cochero impertINente, un divertimento en clave de terror que representó mi ruptura con el estructuralismo”.
El cine dentro del cine fue su nueva obsesión. El 1975, montó una productora y consiguió cinco millones con los que hizo su primer largo, La muerte del escorpión, con Eusebio Poncela, Miguel Narros, Teresa Gimpera y Antonio Casas. “Las películas de jóvenes realizadores se rodaban en cuatro semanas y con un presupuesto muy ajustado, la distribución era un lío y competías con el cine de destape. Franco acababa de desaparecer”.
Truman Capote lo inventó en A sangre fría, pero fue Tom Wolfe y el fenómeno del nuevo periodismo los que despertaron un nuevo entusiasmo al joven realizador. “El cine documental utilizando los recursos propios de la ficción podía resultar un experimento innovador. Con estos presupuestos y lo que salvé de mi etapa anterior rodé Raza, el espíritu de Franco y El asesino de Pedralbes, que tuvieron una repercusión más que favorable. Me invitaron a Estados Unidos para presentarlas, tuve buenas críticas, coincidí con un productor norteamericano y realicé una de las primeras coproducciones que se hicieron en inglés. Jet Lag, con a actriz Janine Mestres que es bilingüe”.
Gonzalo vivió tres años en Nueva York, años en que el cine español se fue casi al garete porque el gobierno de UCD anuló las normativas proteccionistas. Fueron los crudos años del desencanto. En Nueva York trató a Scorsese, a Spilberg, a Casavettes. “Los nuevos directores del cine independiente norteamericano lo hacían a pelo, arriesgándolo todo, con bajos presupuestos y buscando circuitos alternativos de distribución. Fue una experiencia interesante. Cuando volví conecté con Pepón Corominas y pude meterme en una compleja producción de época: Últimas tardes con Teresa. El resultado fue muy bueno. ¡Qué placer ver el cine Avenida de Madrid abarrotado!”.
El joven director recorre la geografía catalana y española. Descubre la literatura de Narcís Ollé, la sensibilidad exquisita de Laura a la ciutat dels sants, de Miquel Llor, La punyalada, de Vayreda, los cuentos de la Pardo Bazán, las novelas de Clarín y de Pereda. Y rodó una superproducción en dos partes, La fiebre del oro, basada en la novela de Ollé, que estrenó en Valls y en el Liceo.
A partir de ahí, es el documental cultural de calidad lo que centra su actividad. Con motivo del centenario del año Pla, televisión recuperó una grabación de un programa de entrevistas A Fondo, que Soler Serrano había realizado entre 1976 y 1981. “Pasaron la entrevista y creó conmoción. Me fui a los archivos de televisión y decidí comercializar en vídeo aquellas entrevistas magníficas, que son memoria, por circuito de librerías. Un éxito. Las primeras que edité fueron Pla, Borges, Cortazar, Rosa Chacel, Juan Rulfo. He editado veintisiete”. Ahora acaba de editar las que hizo Bernard Pivot en Apostrophes: Navokov, Yourcenar… A la televisión basura, sin programas culturales de calidad, le ha salido una competencia a la carta. A cualquier hora, usted o yo podemos sentarnos frente a Octavio Paz o Julio Llamazares sin publicidad, gracias a la inquietud del benjamín de los Herralde.
Pepe Ribas.
En la foto Gonzalo Herralde y Vladimir Herrera con truchas a la brasa en la Hacienda Ranhuailla.
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