martes, 18 de septiembre de 2012

CAMBIO DE TRENES EN IRAPUATO.


Vagando en la red tras los pasos de José Carlos Becerra me encuentro con La Ceiba en Llamas que Alvaro Ruiz Abreu tenía publicado  sobre la poesía de JCB, de quien hablábamos allende los mares de los ochentas. A Ruíz Abreu le pusimos el largo  sobrenombre de Cambio de trenes en Irapuato.Era uno de los mexicanos amigos más graciosos que frecuentaba en mi estancia europea. Creo que por aquel entonces estaba él vinculado a Circulo de Lectores y a la UAB. Como era de esperarse en un capricornio ahora es un importante escritor mexicano de segura influencia académica y editorial. En el texto que sigue veo que no ha perdido para nada su picardía y crudeza

VLADIMIR HERRERA.


LA INFAME CRUDA.
Me despertó la infame cruda. El día anterior había festejado mi cumpleaños; entre pocos amigos, muchos tragos, quejas esporádicas y música, se fue la tarde y parte de la noche. Ahora había que pagar el precio; me dolían hasta las pestañas; salí de mi habitación, la luz de la mañana me hirió los ojos. Era un frío 7 de enero de 1999. Había cumplido 64 años. Pasaron, como aguacero de mayo, mi adolescencia, mi juventud, las ilusiones, los retos. Vi crecer a mis hijos, casarse y alejarse de mí?. Ya olvidé cuántas guerras hubo en el mundo desde entonces; pero recuerdo muy bien la estela que dejaron. La mañana era fría y oscura; había un silencio total en la ciudad. No sé por qué se me vino a la cabeza el sexenio del Presidente Camacho que dejó al país pasmado. En esa época colocaron la capital del país entre Tlaxcala y Veracruz; construyeron una ciudad como de espejos, la Nueva Azteca; allá trabajan mis hijos en el Ministerio de la Economía.
Bajé por un agua mineral. El malestar insistía. Llegó la depresión. Y lo peor, sus destellos: Murió Pepe, ese gordo increíble con quien hice mi primera incursión amorosa allá en los años cincuenta; el año pasado enterramos a Andrés, mi cuate del alma, ave nocturna que bebía hasta dormido. Otros amigos se esfumaron.
Un día empezó a emigrar gente; hastiados de la ciudad, maldiciéndola, partían sin rumbo fijo. Esto se despobló. Yo me quedé esperando. “No seas necio, me dijo Chema, el smog te va a matar. íAnda, vámonos!”. Eso fue en 1995, después de la “catástrofe del siglo”, como llamó la prensa a la nube fatal que mató defeños como moscas. Se fueron muchos. La descentralización fue una realidad. Construyeron Nueva Azteca. Y me quedé solo en esta casa de la Condesa que compré en los años de la abundancia petrolera. Sólo espero a la huesuda, sentado, mientras las tardes, ahora claras y risueñas, pasan sobre mí. Me he quedado sordo de tanto silencio. Ya no hay aeropuerto capitalino, sino tres repartidos en tres estados. Se llevaron las industrias. Hablo a solas, mientras el murmullo de los pájaros me arrulla. Volvieron y con ellos los cielos límpidos-y la luz color azul de las montañas. ¿Dónde habrán quedado las voces estridentes que anunciaban catástrofes imprevisibles para el año 2000? Estamos en la antesala del nuevo siglo y no veo a ninguno de los jinetes del Apocalipsis. Creí estar soñando o peor, alucinando. Desperté a Martina, mi mujer, y me mandó al diablo. ¿Es que vivía en un mundo aún ingrato, azotado por el hambre y el frío, el odio y la competencia? El D.F. olía a cosas podridas, era una rana de color gris-verdoso, viviendo su natural metamorfosis. Prometí no beber nunca más y no festejar otro cumpleaños.
ALVARO RUÍZ ABREU.

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