En la foto André Coyné con el portugués Mario Cesariny.
ANDRÉ COYNÉ
ANDRÉ COYNÉ
No recuerdo sí conocí a André Coyné en 1975, cuando
estaba en Lisboa, pero creo que fue más bien ya hacia los
80, en Barcelona. Sí que recuerdo nítidamente nuestra
primera tarde de conversación, junto con Vladimir Herrera:
Coyné era un conversador amable, enciclopédico en
algunos temas, seductor y travieso. Mi admiración por él y
por su conocimiento de Vallejo, de su poesía sobre todo, y
también de Georgette, de los vallejistas y el vallejismo y los
infinitos chismes y chistes de las sectas iba en aumento
hasta que una boutade suya nos hacía volver a todos a
tierra. También tenía un lado gruñón y autoritario que en el
fondo resultaba muy gracioso. Unos años más tarde traduje
su libro Fe de errores al castellano, un precioso libro que
publicó Vladimir Herrera en su editorial Auqui, en 1989, y
vino a Barcelona por unos días para trabajar conmigo en la
traducción. Como que por entonces ya éramos amigos,
disfrutamos mucho esos días de discusiones lingüísticas,
pero nos peleamos bastante: él se mosqueaba con mis
imprecisiones al traducir ciertas cosas del francés, bufaba
indignado, y yo por mi parte le juraba que en castellano no
se puede decir “Es por esto que...”, que ni soñara con
hacérmelo escribir, y cosas así. Recuerdo que pensamos y
discutimos mucho sobre la frase “La vie s’y entend à noyer
le poisson”: noyer le poisson viene a ser algo así como
marear la perdiz, pero al final lo más ajustado nos pareció
“La vida sabe mucho de dar largas al asunto”. Ahí, al
traducirlo, me di cuenta de que ese aforismo contenía una
terrible verdad que muchas veces, después, he
comprobado. Coyné también autorizó a Auqui para hacer
una edición de La tortuga ecuestre, de César Moro, y
además le entregó a Vladimir Herrera, para su publicación
en 1989 bajo el título Cuál es la risa, unos poemas que
cuarenta años antes le había dado Emilio Adolfo
Westphalen para que vieran la luz en alguna publicación
española, cosa que Coyné cumplió, si bien tantas décadas
después, tras hallarlos inesperadamente entre sus papeles.
También recuerdo una mañana, en realidad eso se repitió,
en que fuimos juntos a la Universitat Autònoma de
Barcelona para que él diera una conferencia a mis alumnos
sobre César Moro. Me preguntó, falsamente temeroso, si no
se habrían escandalizado los chicos porque leyó el poema
“Antonio” y porque contó la anécdota que está tras el título
de La tortuga ecuestre, la de las tortugas copulando de
manera arcaica y tremebunda que había visto Moro en un
parque de Lima. En realidad, nada le hacía más ilusión que
haberles sacudido y escandalizado un poco, pero yo le dije
que no creía: nunca lo supe, y tal vez sí podía haberse dado
por satisfecho con la provocación.
Coyné, muy joven, en 1948, había prácticamente huido de
la terrible Europa de la postguerra, fría y gris y transida de
muerte, para llegar como profesor de francés a Lima,
donde encontró que el gris tenía otros matices y que todo
le reenviaba a la vida, y donde sobre todo conoció a César
Moro y fue iniciado en el Perú gracias a un guijarro que
rodó por los acantilados de Lima mientras bajaban al mar
Coyné y Moro, guijarro que le dio en la frente y le abrió
una brecha que jamás se cerraría: el amor por el Perú y el
conocimiento de su fuerza.
Su comprensión de la poesía de César Moro no se basaba
solo en su capacidad de recordar historias que están tras
los poemas, ni mucho menos, sino que era un
conocimiento profundo del universo de Moro, del que fue
amante, amigo y albacea testamentario. La difusión de su
obra, el hecho de que Moro tenga un lugar importantísimo
en la poesía peruana, le debe casi todo a Coyné y a su
incesante trabajo.
En Barcelona también pasó por una iniciación, más tardía y
prosaica: se cayó por las escaleras mecánicas del metro de
Lesseps y se abrió la cabeza con una brecha, profunda
también, que le curaron con muchos puntos en el hospital
de la Esperanza y luego en el Hospital de San Pablo –le
acompañamos Juan del Solar y yo-, donde se las arregló
para seguir conversando desde la camilla en la que pasó la
noche en el pasillo de urgencias de San Pablo. Los médicos
en prácticas, fascinados, se peleaban por cuidarle y uno de
ellos me dijo que nunca había conocido a un crítico
literario, y que ahora ya sabía cómo eran, aunque yo pensé
que en realidad no sabía nada de cómo son los críticos
literarios si había concluido que eran como Coyné.
Teníamos la costumbre de llamarnos por teléfono: toda una
tarde de chismes, lamentos, risas y reflexiones filosóficas,
pero en algún momento, que no sé cuándo fue, dejamos de
hacerlo. La última vez que le vi en Barcelona volvía de Perú
y me pidió que le fuera a buscar a la estación de Sants
porque estaba cansado y desorientado, pero esa vez no
tuvimos mucho tiempo para conversar.
Siempre pensé en recuperar nuestras tardes de risas y
llantos aunque fuera por teléfono, esas conversaciones en
las que sabía pasar de la travesura provocadora y el
egocentrismo a la empatía y la complicidad, pero nunca lo
hice, porque nunca hallaba el tiempo, y ahora ya nunca lo
podré hacer. La vie s’y entend à noyer le poisson: la vida, es
cierto, sabe mucho de dar largas al asunto.
Helena Usandizaga.
2 comentarios:
Estos días va el tiempo bajando quizás en nuestros cuerpos, y el olor a muerte es más familiar que antaño. La curiosa e inteligente crónica "Palabras de Helena Usandizaga a la partida de André Coyné" me ha sacudido. Gracias amigo Vladimir Herrera. Conocí, casi fugazmente a André Coyné, pero esta tarde siento que fue mi amigo. Rosina
La vida sabe mucho de dar largas al asunto, sin duda, aunque también sabe cómo hacernos vivir un instante largo en las palabras. Gracias, Helena, me he tomado el café leyendo, y me he quedado con una sonrisa larga esta mañana.
Saludos, Vladi.
Mauricio Zabalgoitia.
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