No quiero entrar en detalles acerca de los últimos tiempos de
Américo Ferrari. Por Martine, su mujer, sabíamos que un día de
esos se había quedado como un ángel alelado, out, fuera de todo.
Él, que era un conversador animoso capaz de hacer una
bullavesa que nos dejaba de lamparones hasta la coronilla,
lamparones en los manteles, en las camisas y hasta en sus
propios cabellos que siempre fueron blancos. Y todo porque no
paraba de hablar emocionado por ejemplo de Mariátegui o de
Raul Deustua de quien sabía todos sus secretos- Ambos
cruzaban la frontera franco suiza religiosamente todos los
sábados. Y, sus invitados no podíamos interrumpir la narración
aunque Ferrari estuviera cubierto ya de salsa bullavesa que en el
Perú le llamamos parihuela.
Le conocí en la puerta de mi casa-taller en Barcelona, cuando yo esperaba a un criollo de la Victoria y no a aquel señor de cabellos blancos y modales sustanciosos de profesor contumaz. Su castellano victoriano, se lo dije, era de los años cincuenta. Su ropa en cambio hacía notar su buen gusto. Su nerviosismo era parte de su coquetería. Rápidamente emplazamos el tema de la tipografía en metal y el de la Generación del 50, que era la suya. Con distracción sublime me hizo notar que en su generación se odiaban todos. Yo pensé que lo mismo pasaba en la mía. Es posible que fuera André Coyné de quien Ferrari decía que era uno de los viudos de Vallejo, el que propiciara nuestra amistad junto con Helena, ella por ser colega de Américo.
Lo cierto es que tiempo después me puse a trabajar en mi taller en un libro suyo La nave de los locos, destinado a coleccionistas en razón de la exquisita encuadernación de Montse Badell. Ferrari compró casi toda la edición. Ese libro aparece en Para esto hay que desnudar a la doncella, El Bardo, (1949-1997), su obra completa. dedicado a Helena Usandizaga y a este servidor. Lo que siempre es un buen motivo para recordar. Era chismoso como uno, como todo escritor. Se hacía querer rápidamente por su delicadeza. Murió a los 87 años que ya es decir.
Le conocí en la puerta de mi casa-taller en Barcelona, cuando yo esperaba a un criollo de la Victoria y no a aquel señor de cabellos blancos y modales sustanciosos de profesor contumaz. Su castellano victoriano, se lo dije, era de los años cincuenta. Su ropa en cambio hacía notar su buen gusto. Su nerviosismo era parte de su coquetería. Rápidamente emplazamos el tema de la tipografía en metal y el de la Generación del 50, que era la suya. Con distracción sublime me hizo notar que en su generación se odiaban todos. Yo pensé que lo mismo pasaba en la mía. Es posible que fuera André Coyné de quien Ferrari decía que era uno de los viudos de Vallejo, el que propiciara nuestra amistad junto con Helena, ella por ser colega de Américo.
Lo cierto es que tiempo después me puse a trabajar en mi taller en un libro suyo La nave de los locos, destinado a coleccionistas en razón de la exquisita encuadernación de Montse Badell. Ferrari compró casi toda la edición. Ese libro aparece en Para esto hay que desnudar a la doncella, El Bardo, (1949-1997), su obra completa. dedicado a Helena Usandizaga y a este servidor. Lo que siempre es un buen motivo para recordar. Era chismoso como uno, como todo escritor. Se hacía querer rápidamente por su delicadeza. Murió a los 87 años que ya es decir.
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